Me faltaron kilómetros para llegar a la conclusión. Yo sabía que mi destino estaba tras un par de calles, sin embargo, necesitaba una carretera para mí sola, con muchos tramos, para terminar de pensar. Mi pensamiento era lento, tenía el depósito lleno, el disco recién empezado de los Dire Straits, era de noche y nada podía ser más perfecto, sólo que no iba a ninguna parte. Continuar conduciendo no tenía sentido, mi camino recorrido y por recorrer debía llevarme hacia algún lugar, pero sentía la falta de conducir cientos de kilómetros y desperdiciar mi tiempo y mi espacio derramado gota a gota por el trayecto.
Me planteé aparcar el coche y escuchar el disco entero con el motor en ralentí. Pero sin el movimiento del austero decorado de las cunetas, el rock de estos muchachos no me arrancaba reflexiones; su sonido es el comprendido entre los kilómetros, su decadencia la del forastero que no se adapta, y su rabia la enfocada a crear problemas. Sí, tenía ganas de pelea, ¿y qué? Pero todos me soportaban, consolaban o ignoraban. Me tocó el camarero más comprensivo, la amiga más compañera, la autoridad más condescendiente, el coche más flojo… ni las latas del suelo se rebelaban ante mis persistentes patadas, ni el perro del vecino me dio por extraña.
Y sin enfrentamientos ni palabras de más, me tragué la consternación, puse la cara resignada, y me acosté abrazando al peluche. Todo el mundo estaba más civilizado que yo. Ya en la jaula, acaricié los barrotes, el botón de la camisa, las gafas de pasta, la corrección fría de mis participios pasados bien terminados (qué mentira, nunca se me dio bien acabarlos), el regodeo en mis palabras más afiladas, fantástica noche para la mirada gélida y puntiforme, unas pupilas que se encogen a favor del inquietante iris azul, el complaciente mundo de la formalidad.
Fin de la noche para el tipo duro.
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