Levanto la cabeza y me topo con mi reflejo en la puerta abierta del balcón. Sigo sin hacerme a la mirada que me recibió en el espejo del baño a primera hora de la mañana. Aún con desequilibrio al deambular, recién levantada, mis ojos estaban inquietantemente abiertos, una mirada despejada sin esfuerzos, sin denotar cansancio ni incordio por el brusco despertar. Unos ojos de un ser autómata, de una vida sin cese, o de una existencia sin vida. El iris, minuciosamente examinado, despedía una conclusión aplastante: era raro; no sabía si era por la luz especialmente incidente a esa hora y día del año, pero el intenso del azul se había escurrido hacia la periferia, creando un cerco al resto, quedando un azul de lo más pálido, casi exento de pigmento, como famélico de esencia, como filtrado de vida, seco de expresión... ausente pero extrañamente diligente y ávido. Parpadeé varias veces, para comprobar que era una anomalía fija, puesto que el movimiento no modificó aquella distribución inusual. Sin poder dar explicación a tal fenómeno, seguí lavándome la cara, y eché un último vistazo a quien fuera la del reflejo, y me marché a desayunar.
Durante una jornada de miradas inquisitivas a los espejos, no he podido averiguar quién o qué se refugia tras mi rostro alterado, sensación tan próxima a la locura técnica, ésa que habla de la escisión del Yo...
Ya escribí una vez que un día te levantas y no sabes quién eres.
Quizá mañana no tenga nada que cuestionar.
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