Me quité las gafas, y la miopía difuminó los datos, ya no sabía si aquello era un 3 u 8, tampoco pude afinar con el concepto de tal cifra, si eran miles, o centenas de millares, si damnificados, mutilados, huérfanos, o simplemente historias tristes.
…
Por un lado, movimientos sociales recaudando mucha solidaridad. Por otro, sí, al otro lado del Atlántico, un desastre que por su brusquedad había captado la atención del ojo de Sauron. Tantos otros desastres crónicos, sin dolor agudo, consentidos y abastecidos de miseria e indiferencia por la comunidad internacional… o el ojo de Sauron, un ojo con una sensibilidad especial, que tenemos cada uno de los occidentales, sí, ése que expulsa los desechos, el cíclope que todos llevamos dentro.
La ineficacia de saciar la necesidad de cada cara hambrienta, sedienta, enferma, o sola, ese fallo en la entrega es la mejor y más recurrente excusa del que no da (sí, del verbo “dar”).
No, no relataré los numerosos puntos que podría mejorar la organización de ayuda in situ. Todos sabemos que las cosas no se están haciendo bien, que… ¡¿qué cojones pasa con la ayuda?! ¿qué será de los niños que se están llevando de allí? ¿qué será de los que allí quedan? ¿qué será de los hijos de puta que se hicieron fotos manchando la labor humanitaria de los sanitarios que allí acuden? ¿qué pasa… que no hay otro “we are the world”? Que los políticos no se hagan más fotos, que las cámaras retraten la realidad. Qué bella la sonrisa del que no tiene nada.
Hoy me quité las gafas, y no logré ver los datos expuestos en los rótulos que acompañaban la noticia. Pero entre el distorsionado mundo que la miopía me aportaba como realidad, sí que se dibujaban con nitidez la tristeza de caras necesitadas, y aún casi ciega, las palabras de la reportera me llegaban en forma de imagen del desastre, crónica de catástrofes pormenorizadas en el tiempo y el olvido impuesto por la actualidad, que es la peor distancia. Y en esa visión burda, sin detalles, me dí cuenta con demasiada claridad, casi lacerante, que llevaba unas semanas ciega, incluso con las gafas puestas, y que sólo en ese momento de privarme de lentes vi… palpé, sentí el desastre, invisible tras una cortina de cifras, y oculto, oculto como en un eclipse tras mi ombligo, y me puse colorada, no de rabia, sino de vergüenza, porque finalmente me había comportado como todo lo que odié un día. Que todavía no había dado ni un puto duro, refugiándome en no querer ver, en excusas de tasas de transferencias, de que no llega la ayuda, en buscar culpables de la pobreza previa al terremoto, y en ese asqueroso desánimo que no consigue levantar al mundo.
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