Tardaba Un Americano en París en llegar. Gershwin era una buena manera de comenzar el día. Las curvas y rectas se amoldaban a la música, solía adelantar cuando el crescendo sonaba, y era maravilloso hacer coincidir el amanecer con su llegada a la ciudad.
Desde el momento en que atravesaba el puente, ya afloraban los nervios, se iniciaba la cuenta atrás. Buscaba con la mirada un coche rojo y diminuto, un par de margaritas lo hacían único y acertado. Tarareaba mientras cerraba el coche, ajustaba la ropa al corto camino, cruzaba un par de veces la carretera y le daba tres vueltas a la rotonda con los ojos. Escasas mañanas se encontraron con el pequeño bólido abollonado, tantas como las que coincidieron en los aparcamientos, pero la posibilidad de que eso ocurriera le daba sentido a toda la inquietud, a la parafernalia, a un camino repleto de miradas diseminadas en busca de…
…
Unas semanas antes, haciendo el mismo camino, la interrumpió en sus pasos un sapo con postura y porte de animal repugnante, en la acera, tomando el sol que había dado por finalizada una reciente lluvia. Como se había impuesto el optimismo incierto del que no lo es por convencimiento, dedujo que quizás era una buena señal, puesto que nunca había leído nada malo de los sapos, salvo que a veces eran descendientes de monarquías embrujadas; pero como no era ni un gato negro, ni un número trece amarillo bajo una escalera con sal derramada entre los pedazos de un espejo roto, pensó en un buen signo en su camino.
Un minuto después, su visión optimista, y secundariamente el buen rollo, se mojaron con las sucias aguas de un charco próximo, cuando una conductora, a la que presuntamente no le gustó su chaqueta de cuero (ésa era su hipótesis… ¡envidiosa!), se dirigió con toda la intencionalidad de bañarla, acelerando en su curso, para proyectar sobre ella todo el mal rollo de, tal vez, unas sábanas pegadas, o un despertador perezoso, unos cuernos matutinos, o un coche obstaculizando el garaje. Inmediatamente, incluso antes de proceder a limpiarse las gafas, lo relacionó por asociación simple y directa con el sapo.
Dedicó el resto del camino a limpiar las gafas, y a verter maldiciones sobre los diabólicos números de la matrícula de la hdp. En esa miopía transitoria no advirtió todo el potencial de quien se había situado casi a su lado. Potencial… por decir algo. Haciendo como quien mira con dejadez, ya reconoció quién era, a pesar de líneas vagas, del cabreo, de lo que supone el retraso en alguien puntual, y de llevar apenas unos días entre los nuevos compañeros. Aceleró el paso para no tener que coincidir justo en la puerta… Hoy día habría corrido los cien metros vallas por tal de alcanzar una coincidencia de dudosa aleatoriedad.
A partir de aquella mañana, la del sapo-zorra-charco, descubrió el placer de acudir a primera hora de clase.
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Tal vez no existen los días perfectos, pero si uno comenzaba con agradables casualidades, ponía todo el empeño en que el curso de las cosas siguiera el mismo patrón.
Nunca se lo había dicho, de hecho, nunca habían hablado, pero le agradecía cada día que acudía a la clase de las 8 (8:10, para ser exactos). Hubo días en que pensaba que ya no vendría esa mañana. Con cada minuto de retraso, sumado a su hora habitual de entrada, se consumían muchas de las energías que nos prepara el cortisol para comernos la jornada. Pero finalmente, ahí estaba, entrando con la sonrisa de la timidez de quien llega tarde. Y justo en ese sonido de la puerta abriéndose, apenas perceptible por el oído del alumno atento a la clase, levantaba la cabeza y con la mirada le daba la bienvenida, como diciéndole – tienes todo el derecho del mundo a entrar, sentarte delante y alegrarme el día -.
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Se puso colorada, ella consigo misma, por adivinar tanto de sus gestos. Eran muchas clases a su espalda. Sin pretenderlo demasiado, ha llegado a memorizar sus tics, arrojar teorías sobre su perfeccionismo en las líneas paralelas (al escribir, al subrayar…), sobre su inseguridad al trazarlas, siempre ayudadas de un soporte… El perfeccionismo y su inseguridad enmascarada. Y sin pretenderlo demasiado, escudriñó su espalda, y se mordió el labio, se le encogió algo, se contrajo lo otro, cuando intuyó lo que no debiera, y le surgió el deseo de desabotonar, desabrochar, bajar cremalleras, recorrer…
Enseguida se propuso seguir las estupendas fracturas del raquis, con sus apófisis y carillas articulares luxadas, con sus lesiones neurológicas a descartar, en una exigente exploración física, de deformidades, de reflejos, de tono muscular, de palpar… sensibilidades… táctiles… conservadas. Como un instinto alojado en la zona más primitiva del cerebro, la naturaleza la desviaba hacia el deseo, cambiando el dibujo de la pantalla por un ejemplar real, como un agujero negro que atrae todas las fuerzas del universo, imán donde se estrellan las miradas que perdieron la decencia y decoro, que no saben mirar para ver, sino para desnudar. La letra de los apuntes se torna más cursiva, agresiva y abigarrada, y la concentración se escapa, ausente, como las palabras que no comprende en clase, como esas otras palabras que no es capaz de decir.
- ¿Ni siquiera os habéis saludado?
- No, es que no sé por dónde empezar.
- Puedes preguntarle algo relacionado con las clases.
- Si me pongo colorada a su espalda, ¿cómo me pondré cara a cara? Además, ya sabes que yo soy más de la vía indirecta…
- Sí, no me digas más, La Vida Secreta De Las Palabras…
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