Disecciones: Verdad Publicado por innuendo
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Siempre he pensado, y así se me ha ido manifestando con diversos discos, que toda música buena tiene su momento. Quito lo de “buena”, toda música tiene su momento. Me pasó con la clásica, con el jazz en general, con el flamenco. Que no los tragaba, o me ponía alguna pieza pero no me convencía y me pasaba el tiempo sin volverla a escuchar. Me sucedió con artistas como los Doors, Love of Lesbian, Sabina, y muchos más, y ahora con Miles. Podían ser todo lo buenos que quisieran, me los recomendaron a rabiar, yo misma los probé, pero no era mi momento, no captaba lo que tenían que decirme.
Decían de Miles Davis que fue un revolucionario del jazz. Toma ya. Pero a mí me patinaba todo lo que hizo. Sin ir más lejos, el sonido de la trompeta ya de entrada no me gusta. Reconozco que no empecé bien con su Bitches Brew, estratosférica oda al caos y desorden rítmico, una obra que no hay por dónde cogerla. Pero como era un delito no tener su Kind of Blue, el disco más vendido en la historia del jazz, el mejor valorado, el más importante, un antes y un después… Total, que me lo compré (muy raro en mí eso de comprar discos…), me lo puse, y… me quedé como estaba. Nada, no me aportaba nada. Cada vez que lo escuchaba, iba entrando mejor, pero no penetró en mí hasta anoche, porque fue anoche cuando se convirtió en necesario, especial. Estaba en tal estado de susceptibilidad que más que beber, absorbí el disco entero. Y no fue mi disco legalmente adquirido reproduciéndose, sino el que me llegaba por las ondas del Bulevar del Jazz, y solté una carcajada cuando mi buen amigo Javier Domínguez dijo eso de – qué hijo de puta -, y en su voz, con su experiencia jazzística, ese calificativo sonó a un – qué grande eres – que colmaba la boca. Sí, señor, qué grandísimo hijo de puta el Miles Davis, por hacer lo que hizo. Una bestial reproducción de lo que puede ser la vida en un día cualquiera, tanto para el día fatigoso, decepcionante, para el mierda de día que nada sale bien, para calmar los ánimos, para escucharse dentro, o para no pensar. Y también para ese día normal, simplemente para despejar. Y para querer, para anhelar… para soñar. Es el cajón de sastre de los sonidos, pues en realidad no puede describirse ni concretarse, una trompeta muy vaga en All blues, un estimulante So what, la compañía del Flamenco sketches, triste es Blue in green, y el swing del bajo en Freddie Freeloader. Y por supuesto, no es exclusivamente su logro, de hecho, sus acompañantes (Julian Cannonball Adderley al saxo alto, Paul Chambers al bajo, Jimmy Cobb con la batería, el saxo tenor de John Coltrane, Bill Evans y Wynton Kelly al piano) hicieron distinto el sonido de Davis, marcaron la diferencia con los otros trabajos del maestro, por eso me gusta este disco y no otros.
En realidad, no es nada extraordinario, pero se viste de especial cuando se hace necesario. Sigo sin comprender cómo pudo vender más que otros, quizá por distinto, o porque dentro de su ritmo débil e inseguro, suena muy redondo; y que hay algo bello e inexplicable, que lo inexplicable es bello…
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Me dijo en la USSR, y volviendo al antiguo mapamundi me perdí en su inmensidad. Pensé que era improbable que tanta gente estuviera de acuerdo bajo un mismo signo, a no ser que… fuera por la fuerza, claro.
Dijo que haría frío y calor, y comprendí que habría de todo en tal extensión de territorio. Pensé que pasarían kilómetros sin ver un árbol, y que la línea que separa el cielo y la tierra sería tragada por una eterna pradera. Luego habría una elevación, y de nuevo, la vasta estepa, con tantas margaritas que alguna repetiría información genética con otra, las posibilidades se agotaban antes que las flores en la llana meseta.
- ¿Y allí fue lo del romanticismo ruso?
- No, eso fue antes de la USSR.
La decepción salió en mi cara en forma de puchero. Intentó consolarme con Khatchaturian, Stravinsky, y los últimos coletazos de Rachmaninov.
De repente, yo tenía pocos años, menos dientes, y no sabía pronunciar Tchaikovsky. Por eso no le repliqué. Era rubita, los mismos ojos y piel clara. Pasaría inadvertida.
La visita era una revisión sobre los tópicos que tenía en mi mente, validando prejuicios. Me divertía imaginar retorcer aquellos grandes y congelados bigotes estalinistas, a menudo me veía con ellos en la mano. Y frío, dios, qué frío. No me figuraba los tormentosos adagios, livianos allegros con aquel clima. Cavilaba sobre la fluidez de la sangre a aquellas temperaturas. De qué manera vivirían el amor mis adorados compositores, quizá como lo único que abrigara la vida en el devastador paisaje helado. Una de las veces que cenamos en el vagón restaurante, el camarero nos ofreció de manera natural unos tragos de vodka. Mi compañero me animó; yo, escandalizada, balbuceé que era una niña, y él parecía no comprender. Que ya fuera mayor de edad no había que comprenderlo, era una realidad, el pelo que me caía por la cara era un castaño veteado, además de un par de evidencias añadidas. El primero quemó y arrastró a su paso la sensibilidad, de los demás chupitos sólo me quedaba un calor profundo. Dijo que se perdería un rato. Intercambié algunas palabras en inglés con el camarero, el idioma fluía mejor que mi sangre. En sueños siempre me defiendo bien en inglés. Con el vodka como único combustible, trataba de regresar al habitáculo. Iba tan ebria que de haberme fumado un cigarro habría prendido mi cuerpo entero. De todos los pasajeros cuantos me crucé, fue en quien menos me fijé. Amablemente, decliné su fuego. Creo que le dí lástima por llevar un cigarro apagado entre dos dedos cianóticos. Lo que no se veía era lo azulado de mi corazón. Para eso no había fósforos. Por gestos, sin intentar pronunciar una palabra, le ofrecí un trago.
Tardamos mucho tiempo en darnos cuenta de que hablábamos el mismo idioma. Tal vez dimos por hecho que pertenecíamos a la USSR que estaba soñando, o que después de aquel mundo onírico no habría más. Su sílaba me dio taquicardia. Para entonces ya nos habíamos mirado, y supe que había llegado a mi destino… pero que era hora de despertar.
Y como tras una pesadilla, me seguía latiendo rápido el corazón. Pero la pesadilla era haber despertado.
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Ver un cuerpo y adivinar sus formas curvilíneas bajo las ropas. El deseo. EL DESEO. Por destriparte los principios. Saber lo que eres y piensas, y observar cómo se caen como fichas de dominó, uno a uno, todos los pilares de tu castidad, cómo te chorrea el deseo por la comisura, desbordarte de besos en la boca, boca como herida abierta que rezuma necesidad.
Parecen los últimos momentos de mi alianza con el mal, sabrosa, ardiente acidez, rojo y negro unidos. Velocidad e inconsciencia. Placer y necesidad observados sin recelos. Disposición y ganas por inventar. Hedonismo como principio y fin de mis objetivos. De patadas con los miedos, y bienvenidas sugerencias. Actitudes renovadas y ganas de dar qué hablar.
Escuchar eso de “no te reconozco” me produce una corriente de satisfacción enorme. Tu dolor no me interesa, tu felicidad menos aún. Descubrí que no hacer nada es más que suficiente para joderte. Gracias por darme tanto placer.Y pensar que todo está en mi mente enferma, y que de lo que hablo es sólo la mitad de la mentira, inclina aún más mi cursiva, y me regodeo en bucles fantasmas, tan ajenos a mí. Si tanto te escandalizan mis maneras de pasarlo bien, cámbiate de religión, o continúa siendo el borrego más aleatorio del rebaño. Y si no te gustan mis principios… tengo otros.
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Creo que salió del coche pensando que soy una de las tantas personas que la toman por una chiflada. Y ahora, en este momento, no hay nada de lo que me arrepienta más que no haberle contestado acertadamente, lo justo para que se diera cuenta de que entendí las reminiscencias de sus escasas expresiones, que hablo en su mismo idioma. Porque ahora soy una más de los que la evitaron, o que callaron, que no se opusieron, que no le replicaron. Que ese minuto de trayecto sólo fue para soltarme retazos de su infelicidad, intentó quitarme esperanzas por la vida, y sé que lo hizo sin maldad, sólo habló de su experiencia. Unas palabras como abreviaturas de un lamento, leves, quejosas; colmaron mi concepto de dramatismo con la veracidad del tono con que las pronunciaba. En un minuto me habló de desencanto, de frustración, rendición. Nada, muy breve todo. Se despidió con un Felices fiestas sin sentido ni credibilidad, vacío de estructura, como los ajos vanos; se lo devolví, aun sabiendo su respuesta, la cortesía pudo a la comprensión.
Su soledad era mucho más que la nula compañía que la rodeaba en su caminar solitario, a la hora en que el sol más fuerte daba, en un día en que el frío desestimaba al sol; y con eso bastaba para no hacer lo que hice, asentir a sus quejidos y tomarla por una autostopista más.
No le vi el rostro, llevaba unas gafas oscurecidas por el tímido sol de diciembre, y un pañuelo a la tradición musulmana. Y un bastón.
Por un instante, he imaginado que era yo dentro de bastantes años, y que todo fue fruto de cruzar su presente con el mío en una curva imposible de traducir en las coordenadas del continuo espacio-tiempo. Que todo lo que me dijo sólo eran advertencias, y que ella, o yo, o quien fuera, tenía la certeza de que sólo las escucharía, y que no las tendría en cuenta. Lógicamente, debe ser así, puesto que entonces ni siquiera escribiría estas líneas, y habría abocado su presente a la inexistencia.
Y sin embargo, dijo que Todo es mentira, y yo la creí.
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Llegar fue lo de menos. En algún momento, la niebla se quedó atrás, pero amaba tanto lo que tenía, que ni me di cuenta cuándo, dónde ni cómo fue que se esclareció todo.
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Reflexiones aparte, la precisión con que debía de acomodarse para observar tal prodigio sí que me resultó familiar. Me recordó al concreto momento que interrumpió una mirada perdida de una pesada tarde tirada en la cama; en aquella posición arbitraria se sumaron varios factores, mi cabeza a los pies de la cama, la persiana plenamente alzada, los huecos de la abarrotada estantería perfectamente coincidentes, el edificio de enfrente en su justa altura. Todos los elementos interpuestos entre mis ojos y el objeto se conjugaban en un sudoku en que todo encajaba para regalarme un callejón de visión, permitiéndome ver muchos metros allá los últimos centímetros de una muy elevada torre de repetidores, en que se alojaba el fruto del trabajo y del amor: el nido y los arrumacos de una pareja de cigüeñas.
Ese descubrimiento me devolvió mi sensibilidad por las cosas pequeñas, mi pasión por el miope mundo de las miniaturas; pero también me abofeteó una soledad vestida de Gilda, con el guante blanco de las ausencias, y mi cara enrojeció, no de ira o vergüenza, sino por las terribles ganas de encontrar una pizca de lo que las cigüeñas me restregaban sin importarles quien las viera.
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VI. Médico-paciente.
Dicen que durante la carrera se produce un cambio en la visión del alumno, pues todos hemos sido pacientes alguna vez, o familiar de paciente; para convertirnos en el médico debemos revertir ese punto de vista, para sentarnos al otro lado de la mesa hemos de sentirnos al otro lado de la mesa. Con todas las consecuencias, deberes y derechos, a todos los efectos.
Después de todo, y a pesar de estar culminando mi escalada, sigo sintiéndome más paciente que médico. Sé que aún no he rodeado la mesa, pues en ellos veo menos virtudes que defectos. Aún no me ha llegado la empatía.
Quizás el buen médico es el que no depara en estas conclusiones, y de un modo eficiente da salida a todos los problemas que se le presentan, sin más cuestiones personales o sociales. Problemas con un historial médico, una cifra que representa a cada paciente, mucho más tratable que a la persona misma. Sí, ese médico que se plantea cada caso como un misterio por resolver ¿qué le sucede al paciente? Y una vez diagnosticado, pensar el tratamiento protocolizado, el más adecuado, el más barato, el más cómodo, el menos perjudicial, con menos efectos adversos, mejor controlado… Y siendo así este médico, ya sería un gran profesional. Pero yo no he dicho, en este supuesto, nada de naturalidad, ni de calidez, no nombré la humanidad o calidad humana del licenciado, nada sobre su respeto y tolerancia, del trato, de la confianza. Y sin nombrar todo eso, ya era un buen médico. Médico. Pero nada dije de persona. Cualidades que no son exigibles, pero que se agradecen enormemente. Le da otro cariz a las relaciones médico-paciente, un ambiente tranquilo y que fomenta la fluidez de información… Resuena en mi cabeza la voz del catedrático, el profesor asociado: el paciente siempre miente. Y mientras lo pronunciaba, yo pensaba: yo también mentiría, si es usted el que me pregunta.
Por otro lado, comprendo la apatía en la que caen muchos compañeros; el contacto personal desgasta el ánimo con que se inicia el camino. Ese empuje se va desinflando, los roces y tensiones cansan, las superficies pierden lubricante y ya no se deslizan como antes, aparecen asperezas, y finalmente se decide por esconder el lado humano que todos llevamos, poner cara de máquina expendedora de medicamentos, y que la jornada acabe lo antes posible. Totalmente plausible.
Es un tema delicado, puesto que es un hecho que los pacientes de hoy no tienen el mismo respeto que antaño. Hacerse respetar no es autoritarismo. Respeto no es dejarse dominar. Pero sí acatar el criterio del profesional, y confiar en su buen hacer. Hoy los enfermos discuten todas las medidas a tomar, todo está abierto a debate, y la voz del médico es simplemente portadora de opciones. Es el enfermo quien decide. Aunque por otra parte, muchos médicos se han dejado llevar por esta corriente, y hoy lo ven ventajoso… menos decisiones, menos peso, pero también menos responsabilidad. Y así pues, se amparan bajo protocolos y guías clínicas, la ley como un paraguas, y la medicina como burocracia.
Todo ha cambiado. Y yo insisto en que todo puede mejorar.
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Después de todo, no deja de ser un trabajo. En mis veintidós días allí sólo pude ver lo más palpable, por lo tanto, el médico gracioso me hacía gracia, el psiquiatra me cayó gordo, al facha lo calé enseguida, la huidiza sólo me huyó, y el inútil no llegó a explicarme nada, como yo esperaba. Las enfermeras me parecían todas la misma, pelo arreglado de peluquería, el mismo color rubio tostado con mechas casuales, amables conmigo, relativamente amables con los pacientes. No, no juzgo, yo no trabajo allí. Sólo observé. Era la sala de observación. Auxiliares, celadores, policías nacionales, limpiadoras, técnicos informáticos, representantes de las farmacéuticas, los de la morgue… vendedores varios. Sólo lo más superficial, apenas unas pinceladas de lo que allí se cuece cada día. Ha pasado un año. Nadie se aprendió mi nombre, yo ya no me acuerdo de los suyos. Pero no deja de intrigarme la sombra literaria que se desprende al fijar la vista, como un foco de luz, sobre cada bulto, en aquellas camas. Y sin constancia, puedo ver los adornos navideños de este año, las cartulinas de abetos pendiendo de un hilo, dando vueltas con las corrientes de aire, materializando los vaivenes de la muerte y el fino hilo que sustenta la vida.
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V. La cama treinta y uno.
La cama treinta y uno está aparte, es como una habitación independiente, un cubículo relativamente amplio dentro de la sala común, a la que se accede desde la misma. Fue tras algunos días ya de prácticas cuando la visité por primera vez, para entonces ya me recomía la curiosidad por saber qué la hacía diferente, a quién alojaba, qué requisitos habría que reunir para tal lujo, una habitación para un solo paciente. Me encontré a un hombre que no parecía ser consciente del privilegio que yo le dotaba por tener tanta intimidad, además de estar acompañado de un familiar todo el día. Por el contrario, era su mirada la más perdida de todas, la menos necesitada de compañía, desvalijada de vida, con una intimidad implícita, incrustada, imposible de arrebatar. Como si le diera igual estar o no en tal habitación, acompañado o solo… vivo o muerto. No, eso último no le daba igual, de hecho, tras observar mejor su mirada, reconocí algo familiar… tremendamente familiar. Sin hablar ni conocerlo, supe de su abulia, desesperanza, desarraigo. Algo se me encogió dentro. Y… a pesar de no requerir de aquel detalle para confirmar la honda verdad que sentía como mía, miré sus muñecas atadas a los laterales de la cama. No, no le daba igual estar vivo o muerto. Es más, era lo único que le importaba.
Sólo le hacíamos el seguimiento, una mera observación, todo bien, el antídoto haría su trabajo, más tarde pasaría el encantador psiquiatra para evaluarlo, darle el alta y citarlo al par de días en consulta de la unidad ambulatoria. Protocolo. Con el paso de las jornadas, me daría cuenta de a qué hacían referencia con Intoxicación Medicamentosa, y la historia, siempre con reminiscencias amorosas y/o sociales, contada en sesión conjunta por el médico que le tocó escribir la primera exploración en la historia clínica de la cama treinta y uno. Historias de desengaños, sorpresas desagradables, enfermedades incurables, vacíos interiores, infelicidad constante, tristezas vitales, soledades, infiernos familiares… motivos todos, sólidamente validados, razonables, lógicos… pero nunca suficientes, o al menos eso mantiene la medicina, la sociedad, la vida.
Pero la sala de observación es una estación de paso, y su nombre se perdió al día siguiente, sustituido por otra historia de desencanto con la vida. O con la mente. Como alguien me dijo… desajustes con el mundo™. Y los demás nos dedicamos, unos a criticarlo, otros a solucionarlo.
Me sorprendió que fuera la cama más renovada, cada día era alguien distinto quien la ocupaba. Y aunque casi todos eran intentos autolíticos, alguno se colaba por un brote psicótico adornado de atraco a mano armada… la mente trastornada jugando con delitos, rompiendo las reglas, policía en la puerta. La locura y sus consecuencias. Dentro, algún personaje iracundo adormecido por benzodiacepinas, incapaz de construir una frase inteligible, murmullo lejano de estados agitados, adormecido, adormilado. Balbuceos, sin poder contar su verdad. Los polis no nos saben decir mucho, algún navajazo de por medio, frases extrañas; ansiedades descubiertas y en la mano un arma blanca.
El que le pegó a su mujer; la que avisó justo antes de tomar aquella tableta de tranquilizantes; la que avisó justo después; el hombre abandonado; el mendigo del centro emborrachado de vino; la despechada; el cornudo; el chico empastillado; el yonqui cronificado.
Con tanta “miseria humana” que rodaba en aquellas sábanas, me pregunto el verdadero motivo de tenerlos aparte, si por ellos mismos, para darles la tranquilidad que necesitaban en su alma; o por los demás en sano juicio, para evitarnos la hiriente verdad de ver una persona que realmente no está.
Todo queda por juzgar.
Desajustes con el mundo… cama treinta y uno.
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... cuando la pena cae sobre mí, quiero encontrar aquello que fui, miro hacia atrás y busco entre mis recuerdos...
Para quien la tenía olvidada, o para quien nunca la escuchó. Para quien la necesite. Me sirvió y la devuelvo.
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IV. Punto de No Retorno.
Hay un punto, en el vasto campo de posibles estados intermedios entre vida y muerte, un punto en la sección de la enfermedad, ése que aquí decimos “está más allá que pa´cá”, es el punto de no retorno.
En su delgada línea de separación con la esperanza se tambalean muchos enfermos, equilibristas experimentados, personas mayores cargadas con las talegas de medicinas, múltiples patologías conjugándose en su organismo, subastándose cachos de su cuerpo, comiéndose la vitalidad. Pastillas aniquilándose unas a otras, compitiendo por una misma ruta de metabolización, friendo al estómago, acorchando al hígado, aletargando, perdón, alargando su vida… un poco más. Y súbitamente, esa estabilidad frágil, disfrazada de milagro, se derrumba cual castillo de naipes por una leve brisa, una brisa como lo puede ser una fibrilación auricular rápida, FAR. Cae todo. Se descompensa la insuficiencia cardíaca, ICD, empeora la insuficiencia renal, IRC, cae en insuficiencia respiratoria, IRA, se obnubila, y un puñetero émbolo se forma en el corazón, con destino directo al cerebro, donde impactará en un pequeño vasito que quedará obstruido… isquemia cerebral, accidente cerebrovascular agudo… ACVA o ictus… abuelictus.
Cronología de la decadencia, múltiples caminos posibles, y todos llevan a la descompensación del sistema, fallo multiorgánico, sinónimo de No retorno. Como caer en un estanque, y destapar el desagüe, la vida fugándose, final pronosticado, remolino convergente, embudo hacia la muerte, vueltas y vueltas, pedir más pruebas, y La Verdad no se esconde tras ninguna de ellas, todo es hacer tiempo, lanzarnos al aire y describir volteretas, quitar los líquidos y poner diuréticos, quitar la comida, sondar el cuerpo, concebido como un tubo, todo es meter y sacar, alteración de los estados fisiológicos, numerosos ojos, manos palpando, corazón escuchado, cifras de creatinina aumentando, agitación del organismo, y un alma despegando. […]
La Verdad es que nada se puede hacer. La Verdad es que la muerte se presenta, nosotros queremos escalonarla, desmenuzar cada momento en que ella avanza algo más, luchar por cada posición en el tiempo. Dame un minuto más, sólo un minuto más. Pero La Verdad es que nada se puede hacer.
La impotencia es resultado de no haber asimilado antes. Pero dejarse ganar es querer perder. Y toda lucha es humana, y más que humana, muy animal.
Y en medio de todo, el familiar. He deducido que es muy chungo cuando un médico te hace llamar, cuando el horario de visitas todavía no ha llegado. Es indescriptible el juego de miradas, comunicación mucho más intensa que la retahíla de palabras, diminutivos de lo que no se puede achicar, sutilidad extrema, parsimonia en palabras Grave o Severa, adjetivos ambiguos de este vasto idioma que es el nuestro. Palabras dichas por el médico, recibidas por nadie, porque el familiar o acompañante sólo ve una verdad impresa en las pupilas del bata blanca, lo demás son adornos, ruidos insonorizados frente a la muerte, campana extractora de humos superfluos.
Unas lágrimas se insinúan en la vertiente más próxima del llorar, enjugadas antes de dejarse vencer por la debilidad. Yo no sabía dónde esconderme en aquel momento tan íntimo, pero tan frío, y también me emocioné. Y justo en aquel instante pedí encontrarme en su pellejo mucho, mucho, mucho tiempo después.
Se terminó la conversación y la médico y yo echamos unos pasos juntas, con suspiros que querían espirar más que aire, y en todo caso, consternación, de no ser dios, de no tener solución. No le hice preguntas, no cabían las dudas.
El No Retorno lo simplifica todo.
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III. Minimalismo en el sentimiento.
Más que en la decoración, o en la música de Erik Satie o Ludovico Einaudi, hallé la acepción más acertada de minimalismo en la sala de observación, el que envolvía los sentimientos que deambulaban por las calles que formaban las camas, a través de la corriente de abrir una puerta y abrir otra, comunicación de espacios, el fluir de afectos inherentes a cada individuo circulante. Como un sistema sujeto al orden… y sin embargo, siempre está el calor como explosión, exponente del desorden, pequeñas partículas adquiriendo energía, y por tanto, movimiento, mayor temperatura y volumen en un cuerpo. Entropía. Así, como entropía, los sentimientos alteraban la organización ideal de la sala. Pero no eran explosivas muestras de cariño, sólo gestos. Minimalismo en el sentimiento. Algo sutil y puro en las sonrisas, pequeñas charlas de ánimo, conversaciones cargadas de emoción retenida, las ganas de aparentar y no manifestar desfallecimiento, la caricia ansiosa de la virgencita que cuelga del cuello, rezos silenciados, lágrimas contenidas. Incertidumbre temblorosa en el labio inferior de un familiar. Intensidad disfrazada de serenidad, en el último apretón de manos entre una madre y una hija.
No es sentimentalismo barato. Es el ser humano asustado.
Susto de no poder controlar algo, perder el timón sobre lo que nos afecta. La desazón de esperar cualquier final. Todo nos hace menguar en nuestra soberbia. Que no somos nadie. Ni familiares, ni profesionales. Pero de esto ya hablaré otro día.
Me he ido dando cuenta de que la amabilidad rebota de distinta manera conforme pasa el tiempo por la persona. Al principio, de niños, basta con una sonrisa para crear otra sonrisa; para ellos, eso y tener el detalle de calentar el fonendo antes de auscultarlos, ya es otra dimensión. Transcurridos unos años, de adultos, la cara de buena gente no es suficiente, y debe acompañarse de otros artilugios, como gestos, una mano en el hombro, en el brazo, o en la mano, también calma en las palabras, calidez en la mirada, un tono natural en las formas, una pizca de buen humor, uno poco de allí, otro tanto de allá… Todo es mucho más complejo. ¿Y qué tiene un adulto que lo distinga de un niño? Experiencia. La experiencia mata la inocencia, la creencia pura de que con sólo una sonrisa sale a la luz el alma de la persona. Los abuelillos regresan un poco a esos años de infancia, tal vez porque llegado un momento nos conformamos con lo mínimo, aunque también lo más bonito y sencillo. Para ellos, una sonrisa del exterior no es un minuto más de vida, sino un minuto vivido. En la coyuntura con la muerte, no interesa la cantidad de tiempo, sino su calidad. Y creo que podríamos aprender a darle toques de calidad a nuestro tiempo, darle vida a los minutos vividos, y no minutos a la vida.
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II. Adaptación al blanco nuclear.
Debido al corto periodo de permanencia, y que en una sola sala se hacinan 31 camas; cuando toda la intimidad es una cortina blanca, cuando toda evasión es rodearse frente a la pared, de espalda al mundo…, no hay hueco para personalizar el reducido espacio habitable, no hay hueco para un familiar de cabecera, ni de compañía, no teléfonos, no zumitos ni donuts a escondidas, no televisor.
Debido a ese limitado tiempo, una identidad sirve de poco, mañana ese bulto será otro. Tiempo… sólo para observar el incipiente camino que tomará la enfermedad, con qué cualidad se instaura en la persona, un leve brote con el que clasificar el caso. Lo justo para derivarlo a otra especialidad, lo suficiente para quitárnoslo del medio… Y al siguiente día, una lista nueva de nombres, ventipico nuevas historias, sexo, edad, nombre y apellido seguidos de unos acrónimos que en el enfermo se traduce en malestar, en pronóstico, en triste mirada, en dolor, en angustia, incertidumbre, descalabro familiar, pérdida económica, un consumidor menos, una cita perdida, una entrega retrasada, un beso sin dar.
Se agarra algo al alma, cuando unos ojos desorientados atrapan la mirada de una joven bata blanca. ¿Qué buscan, qué piden? Un vaso de agua, una información, un analgésico, otro pañal, un pronóstico, su familiar, una respuesta, la verdad… o más frecuentemente, una verdad que se pueda escuchar. – Espere un momento, que voy a llamar al médico -. ¿Y usted? – No, yo sólo soy estudiante -. Los primeros días no miraba a nadie, pensé que todos estaban locos, o al menos algo trastornados, y que sería incapaz de resolver nada que me pidieran. Pero fui descubriendo, por miradas esquivas y a hurtadillas, en el gran arte de observar, el letargo impotente del no saber, del no poder. El trastorno como adaptación a una situación impuesta. Estar anclado a una cama, sin más contacto que el de la auxiliar a primera hora de la mañana, en un rápido aseo… sin más personalidad que la que llevamos dentro, despojados de su fuerza, revestidos por un camisón sin ajustar, templanza estandarizada, ánimo circulando en o bajo su línea basal, valium al que habla demasiado,… sin más conversación que la del escueto médico acompañado por caras jóvenes, mentes susceptibles, corazones ignorantes. No preguntes, mejor no preguntar. Quizá no queramos saber la respuesta. Todo terriblemente higienizado. Blanco nuclear (verdades insultando). Olor hospitalario, de hospital, no de hospitalidad. Así, yo también giraría la mirada hacia la claridad, y daría gracias por tener ventana y no pasillo. Y que el viaje dure lo menos posible.
A esa ruptura con la normalidad que supone una enfermedad, en su empeoramiento, recidiva, o súbita aparición, se añade el extravío de estar en otro entorno, desconocido, raro, ajeno a la rutina de la que tanto nos quejamos. Se revelan distintas maneras de manifestar el miedo e inconformidad por los continuos cambios. De esta guisa, unos se quejan por todo, o piden lo imposible… hay quien aún se atreve a pedir un cigarro, y en ocasiones estuve tentada a indicarles el cuartucho del que los profesionales de la medicina y enfermería hacen de cenicero comunitario en un hospital de tercer nivel, pero… sólo soy estudiante, y cuando sea médico, seré residente, y para cuando sea adjunta, quizás yo también fume. A veces, esa inseguridad de encontrarse en un lugar inexplorado, se suple con taparse hasta las cejas. Sin embargo, la mayoría optan por no hacer nada, y callar. Silencio apenas roto por débiles quejidos, o un nombre muy repetido, pueden estar horas llamando a alguien que quizás esté muerto. La desorientación es profunda, cuando nada es lo familiar, perdidos y sin referencias. Lo que antes era su vida guardado en una bolsa blanca camuflada en la omnipresente blancura. Comportamientos extraños, tics emergentes, descompensación del caprichoso equilibrio de las deficiencias a edades ancianas. Energía fugándose como adaptación geriátrica.
Cuando todo esto está arrugado por el paso del tiempo, cubierto por cabello canoso, pronunciado en voz áspera, gestos torpes, sólo ademanes, nada de acciones… cuando la vejez es la que se expresa, si algo no era agradable, directamente es indiferente. Ésa es nuestra adaptación a ellos, nuestros viejos.
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Es realmente asqueroso el sucio espectáculo que dieron los del Sálvame en Telecinco en prime time, carnaza pútrida de la miseria humana. Mis preguntas son ¿hay que acostar a las 21:30 a un niño un viernes noche? ¿Hay que ponerle un televisor aparte, y fomentar desde tan pequeño la segunda tele? ¿Dejamos que el niño escuche y vea la porquería, y se insensibilice sobre el sexo? ¿Es esa la imagen certera del sexo que debe captar el niño? ¿Se puede hacer televisión sin usar pornográficamente el sexo? ¿Se puede hacer televisión sin usar la imagen vaginista de la mujer, copuladora y reproductora? Después de asistir a tal clase de sociología ¿sirve la mujer para algo más que para joder y contarlo después? Y por meter más la pata, ¿no se manifiesta la iglesia, autoridad moral, en las calles por el deterioro en las relaciones que se muestra en la televisión? ¿Un gobierno progresista va a cancelar webs por compartir música y demás arte; y no cierra esta cadena de televisión por proporcionar imágenes explícitamente machistas y dominantes de las relaciones sexuales? ¿El próximo reality show de Telecinco será “Las 120 jornadas en Sodoma”? ¿La campaña doce meses/doce causas es un lavado de conciencia de la propia cadena para salvar estos errores insalvables?
Disecciones: Política , Religión , televisión Publicado por innuendo
a las 1:21 p. m. , 2 Comments
Escuchaba su nombre y pensaba en esa cara decrépita, consumida, precozmente vieja, la tantas veces estampada como logo, al estilo del Ché. Alrededor suyo, estigmatizados gitanos, ladroneo y drogas. Y de su boca, salía un arte que no entendía, y consecuentemente, no conseguía razonar su éxito, ni el mito, ni el dios que representaba. Políticamente incorrecta mi visión, lo sé, pero era así.
Camarón nunca fue de mi gusto y pensé que jamás llegaría a aportarme algo. Que no sería admitido en mi selecto club de artistas americanos… afortunadamente, esa visión añeja y fundamentalista de la música cambió. Lo que no cambia es el concepto que tengo de los artistas. No son dioses, tienen vida, son mortales y potencialmente imperfectos, como los demás. Por lo tanto, nunca he investigado las cuestiones meramente personales de alguno de ellos. Pero sí lo que concierne al contexto de cuando surge un fenómeno en forma de disco, que rompe con lo anterior, que abre mundos.
Desde hace muchos años, la única canción de Camarón que había logrado colarse en mi vida, por puro empeño de tenerla, fue La leyenda del tiempo. Y cada vez que sonaba, no podía ubicarla en esa imagen racial y drogadicta del artista, ni en el flamenco, en nada de antes, en nada posterior. Después supe que la letra era de Federico García Lorca, otro que nunca he podido entender. Yo no sé cuánto de flamenco tenía la canción, ni logré encuadrarla en un estilo. Pero con disfrutarla me bastaba, era evasión, como un viaje a lomos de un caballo veloz, como volar durante un sueño, como vivir rápido.
Hace poco se cumplieron los treinta años del lanzamiento del disco homónimo, La leyenda del tiempo. Dejo por aquí el enlace del reportaje que documenta la coincidencia de grandes artistas en aquel proyecto, la rareza de una idea rompedora en el tradicional mundo gitano, con el intocable flamenco, curiosidades, y todo respecto a la grabación en el estudio. La historia de un álbum que, como muchos, fue trascendental conforme pasó el tiempo, y la gente pudo ir paladeando todo lo que significaba. Los cambios se valoran mejor desde la distancia que proporciona hablar en pasado.
No soy muy aficionada al flamenco, pero he escuchado lo suficiente para saber que no todo es igual, y que este disco es distinto. Camarón lo hizo así, valiente, por no tener miedo a incorporar instrumentos antes incompatibles, y por crear un ambiente de trabajo en que muchas versiones cabían. Hoy, muchos de los acompañantes (Tomatito, Jorge Pardo) están adosados a la fusión del jazz con el flamenco, ahora comprendo de dónde nacieron sus caminos.
Dejo aquí la canción que más me sobrecoge del disco, es la que menos instrumentación tiene, la voz suena como un eco, y… no sé porqué me gusta, pero eso es lo más bello.
I. Navidad en una estación de paso.
Creo que a nadie alegraba aquellos adornos navideños. Sólo la ilusión de quien los puso, un par de enfermeras que resistían a fundirse en el magma rutinario de aquella amplia sala de camas amontonadas. Casi la misma luz la que había de día o de noche, como única ley real la claridad (que no luz) traspasando unos cristales traslúcidos, lo suficientemente natural como para que los pacientes de las camas 8, 10 y algunos pares sucesivos tomaran una sola postura durante su estancia, que por definición no era mayor de 48 horas. O mejoras, o ingresas, o mueres. Tú eliges.
La sala de observación es una estación de paso, y el curso de la enfermedad es el vehículo que nos lleva por el camino de protocolos, hojas de consulta, te ve el cardiólogo, el digestivo, el cirujano cardiovascular, el endocrino, el autodefinido como español-conservador-heterosexual-rico de casta-católico del psiquiatra, el neurólogo… y sobre todas las cosas, el internista, señor/señora de amplios conocimientos, poseedor de concentrados manuales, ediciones bolsillo-de-bata de grandes tratados de medicina, y múltiples reglillas, tablas y algoritmos entremezclados entre sus numerosos bolígrafos, y en medio de todo, el fonendo. Si dijéramos de pesar su uniforme completo, de los cinco kilos no bajaba.
Estación de paso, para profesionales y pacientes.
No. Nadie miraba los adornos. La mayoría de los abuelillos permanecían durmiendo el día, al atardecer se espabilaban, empezaban a inquietarse, preguntaban por sus hijas, nombraban al difunto de su marido, o… en gran parte de las ocasiones, a su madre. Yo ponía en duda que, con los 80 años que calzaban muchos, su madre les viviera; y si la pobre vivía, cómo es que no estaba allí, en la cama de al lado también, con alguna probable hipoglucemia, o insuficiencia cardíaca descompensada, o un ictus. Llegados a una edad, todos tendremos algo. No sanos. Eso es la vejez, consecuencias amontonadas paulatinamente, efecto directo de no haber muerto antes, con sus efectos indirectos de un final inexorable, por todo eso que dicen de los radicales libres, demasiado libres, demasiado radicales.
Los que no dormitaban, en un estado de sopor diurno, enfocaban su mirada a algún lugar del techo, y allí la dejaban todo el día, como el que deja al niño en la guardería y lo recoge al finalizar la jornada. Inalterable continuidad de 48 horas. Pero nadie se fijaba en los adornos navideños. La navidad era un espíritu que muchos llevaban dentro, como un vago recuerdo, porque allí era lo de menos. De hecho, para mí aquella navidad pasaría inadvertida, sin catar sus dulces y cócteles variados, por unos calamitosos cuadros gastrointestinales.
Allí no había navidad. ¿Cómo va a haberla? En un sitio en que no se sabe si es noche o día, jueves o domingo, invierno o verano. En esa línea homogénea que era el tiempo en aquel lugar, comprendo la necesidad de colgar abetos, estrellas y guirnaldas, fotocopias del billete de lotería por el que apostaban, cestitas con mantecados, y unos vasitos de plástico pequeños del que cantaba un olor sospechosamente anisado. Son esos pequeños detalles los que orientan a los que allí trabajan, pero también lo que atormenta al que pasa allí un día y medio, recordándole que son días de fiesta y no los está disfrutando como los demás. Navidad robada, atraco a nuestra normalidad, disconformidad, situación de estrés, y posterior adaptación.
Disecciones: Medicina , muerte , música , navidad Publicado por innuendo
adoro esta canción. Me comería todos los kilómetros nocturnos del mundo con ella de fondo. Es prestada, o heredada, como lo que pasa de hermano a hermano.
Disecciones: música Publicado por innuendo