III. Minimalismo en el sentimiento.
Más que en la decoración, o en la música de Erik Satie o Ludovico Einaudi, hallé la acepción más acertada de minimalismo en la sala de observación, el que envolvía los sentimientos que deambulaban por las calles que formaban las camas, a través de la corriente de abrir una puerta y abrir otra, comunicación de espacios, el fluir de afectos inherentes a cada individuo circulante. Como un sistema sujeto al orden… y sin embargo, siempre está el calor como explosión, exponente del desorden, pequeñas partículas adquiriendo energía, y por tanto, movimiento, mayor temperatura y volumen en un cuerpo. Entropía. Así, como entropía, los sentimientos alteraban la organización ideal de la sala. Pero no eran explosivas muestras de cariño, sólo gestos. Minimalismo en el sentimiento. Algo sutil y puro en las sonrisas, pequeñas charlas de ánimo, conversaciones cargadas de emoción retenida, las ganas de aparentar y no manifestar desfallecimiento, la caricia ansiosa de la virgencita que cuelga del cuello, rezos silenciados, lágrimas contenidas. Incertidumbre temblorosa en el labio inferior de un familiar. Intensidad disfrazada de serenidad, en el último apretón de manos entre una madre y una hija.
No es sentimentalismo barato. Es el ser humano asustado.
Susto de no poder controlar algo, perder el timón sobre lo que nos afecta. La desazón de esperar cualquier final. Todo nos hace menguar en nuestra soberbia. Que no somos nadie. Ni familiares, ni profesionales. Pero de esto ya hablaré otro día.
Me he ido dando cuenta de que la amabilidad rebota de distinta manera conforme pasa el tiempo por la persona. Al principio, de niños, basta con una sonrisa para crear otra sonrisa; para ellos, eso y tener el detalle de calentar el fonendo antes de auscultarlos, ya es otra dimensión. Transcurridos unos años, de adultos, la cara de buena gente no es suficiente, y debe acompañarse de otros artilugios, como gestos, una mano en el hombro, en el brazo, o en la mano, también calma en las palabras, calidez en la mirada, un tono natural en las formas, una pizca de buen humor, uno poco de allí, otro tanto de allá… Todo es mucho más complejo. ¿Y qué tiene un adulto que lo distinga de un niño? Experiencia. La experiencia mata la inocencia, la creencia pura de que con sólo una sonrisa sale a la luz el alma de la persona. Los abuelillos regresan un poco a esos años de infancia, tal vez porque llegado un momento nos conformamos con lo mínimo, aunque también lo más bonito y sencillo. Para ellos, una sonrisa del exterior no es un minuto más de vida, sino un minuto vivido. En la coyuntura con la muerte, no interesa la cantidad de tiempo, sino su calidad. Y creo que podríamos aprender a darle toques de calidad a nuestro tiempo, darle vida a los minutos vividos, y no minutos a la vida.
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