V. La cama treinta y uno.
La cama treinta y uno está aparte, es como una habitación independiente, un cubículo relativamente amplio dentro de la sala común, a la que se accede desde la misma. Fue tras algunos días ya de prácticas cuando la visité por primera vez, para entonces ya me recomía la curiosidad por saber qué la hacía diferente, a quién alojaba, qué requisitos habría que reunir para tal lujo, una habitación para un solo paciente. Me encontré a un hombre que no parecía ser consciente del privilegio que yo le dotaba por tener tanta intimidad, además de estar acompañado de un familiar todo el día. Por el contrario, era su mirada la más perdida de todas, la menos necesitada de compañía, desvalijada de vida, con una intimidad implícita, incrustada, imposible de arrebatar. Como si le diera igual estar o no en tal habitación, acompañado o solo… vivo o muerto. No, eso último no le daba igual, de hecho, tras observar mejor su mirada, reconocí algo familiar… tremendamente familiar. Sin hablar ni conocerlo, supe de su abulia, desesperanza, desarraigo. Algo se me encogió dentro. Y… a pesar de no requerir de aquel detalle para confirmar la honda verdad que sentía como mía, miré sus muñecas atadas a los laterales de la cama. No, no le daba igual estar vivo o muerto. Es más, era lo único que le importaba.
Sólo le hacíamos el seguimiento, una mera observación, todo bien, el antídoto haría su trabajo, más tarde pasaría el encantador psiquiatra para evaluarlo, darle el alta y citarlo al par de días en consulta de la unidad ambulatoria. Protocolo. Con el paso de las jornadas, me daría cuenta de a qué hacían referencia con Intoxicación Medicamentosa, y la historia, siempre con reminiscencias amorosas y/o sociales, contada en sesión conjunta por el médico que le tocó escribir la primera exploración en la historia clínica de la cama treinta y uno. Historias de desengaños, sorpresas desagradables, enfermedades incurables, vacíos interiores, infelicidad constante, tristezas vitales, soledades, infiernos familiares… motivos todos, sólidamente validados, razonables, lógicos… pero nunca suficientes, o al menos eso mantiene la medicina, la sociedad, la vida.
Pero la sala de observación es una estación de paso, y su nombre se perdió al día siguiente, sustituido por otra historia de desencanto con la vida. O con la mente. Como alguien me dijo… desajustes con el mundo™. Y los demás nos dedicamos, unos a criticarlo, otros a solucionarlo.
Me sorprendió que fuera la cama más renovada, cada día era alguien distinto quien la ocupaba. Y aunque casi todos eran intentos autolíticos, alguno se colaba por un brote psicótico adornado de atraco a mano armada… la mente trastornada jugando con delitos, rompiendo las reglas, policía en la puerta. La locura y sus consecuencias. Dentro, algún personaje iracundo adormecido por benzodiacepinas, incapaz de construir una frase inteligible, murmullo lejano de estados agitados, adormecido, adormilado. Balbuceos, sin poder contar su verdad. Los polis no nos saben decir mucho, algún navajazo de por medio, frases extrañas; ansiedades descubiertas y en la mano un arma blanca.
El que le pegó a su mujer; la que avisó justo antes de tomar aquella tableta de tranquilizantes; la que avisó justo después; el hombre abandonado; el mendigo del centro emborrachado de vino; la despechada; el cornudo; el chico empastillado; el yonqui cronificado.
Con tanta “miseria humana” que rodaba en aquellas sábanas, me pregunto el verdadero motivo de tenerlos aparte, si por ellos mismos, para darles la tranquilidad que necesitaban en su alma; o por los demás en sano juicio, para evitarnos la hiriente verdad de ver una persona que realmente no está.
Todo queda por juzgar.
Desajustes con el mundo… cama treinta y uno.
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