I. Navidad en una estación de paso.
Creo que a nadie alegraba aquellos adornos navideños. Sólo la ilusión de quien los puso, un par de enfermeras que resistían a fundirse en el magma rutinario de aquella amplia sala de camas amontonadas. Casi la misma luz la que había de día o de noche, como única ley real la claridad (que no luz) traspasando unos cristales traslúcidos, lo suficientemente natural como para que los pacientes de las camas 8, 10 y algunos pares sucesivos tomaran una sola postura durante su estancia, que por definición no era mayor de 48 horas. O mejoras, o ingresas, o mueres. Tú eliges.
La sala de observación es una estación de paso, y el curso de la enfermedad es el vehículo que nos lleva por el camino de protocolos, hojas de consulta, te ve el cardiólogo, el digestivo, el cirujano cardiovascular, el endocrino, el autodefinido como español-conservador-heterosexual-rico de casta-católico del psiquiatra, el neurólogo… y sobre todas las cosas, el internista, señor/señora de amplios conocimientos, poseedor de concentrados manuales, ediciones bolsillo-de-bata de grandes tratados de medicina, y múltiples reglillas, tablas y algoritmos entremezclados entre sus numerosos bolígrafos, y en medio de todo, el fonendo. Si dijéramos de pesar su uniforme completo, de los cinco kilos no bajaba.
Estación de paso, para profesionales y pacientes.
No. Nadie miraba los adornos. La mayoría de los abuelillos permanecían durmiendo el día, al atardecer se espabilaban, empezaban a inquietarse, preguntaban por sus hijas, nombraban al difunto de su marido, o… en gran parte de las ocasiones, a su madre. Yo ponía en duda que, con los 80 años que calzaban muchos, su madre les viviera; y si la pobre vivía, cómo es que no estaba allí, en la cama de al lado también, con alguna probable hipoglucemia, o insuficiencia cardíaca descompensada, o un ictus. Llegados a una edad, todos tendremos algo. No sanos. Eso es la vejez, consecuencias amontonadas paulatinamente, efecto directo de no haber muerto antes, con sus efectos indirectos de un final inexorable, por todo eso que dicen de los radicales libres, demasiado libres, demasiado radicales.
Los que no dormitaban, en un estado de sopor diurno, enfocaban su mirada a algún lugar del techo, y allí la dejaban todo el día, como el que deja al niño en la guardería y lo recoge al finalizar la jornada. Inalterable continuidad de 48 horas. Pero nadie se fijaba en los adornos navideños. La navidad era un espíritu que muchos llevaban dentro, como un vago recuerdo, porque allí era lo de menos. De hecho, para mí aquella navidad pasaría inadvertida, sin catar sus dulces y cócteles variados, por unos calamitosos cuadros gastrointestinales.
Allí no había navidad. ¿Cómo va a haberla? En un sitio en que no se sabe si es noche o día, jueves o domingo, invierno o verano. En esa línea homogénea que era el tiempo en aquel lugar, comprendo la necesidad de colgar abetos, estrellas y guirnaldas, fotocopias del billete de lotería por el que apostaban, cestitas con mantecados, y unos vasitos de plástico pequeños del que cantaba un olor sospechosamente anisado. Son esos pequeños detalles los que orientan a los que allí trabajan, pero también lo que atormenta al que pasa allí un día y medio, recordándole que son días de fiesta y no los está disfrutando como los demás. Navidad robada, atraco a nuestra normalidad, disconformidad, situación de estrés, y posterior adaptación.
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