Un banco de niebla

Estaba sumida en una profunda reflexión sobre lo sucedido, cuando un banco de niebla espesó más mi pensamiento. Absorbida por la confusión, me sentía perdida sin sentidos, pues la derrota daba sabor a mi momento, y sólo olía la fétida fragancia de ilusiones podridas, con el tacto atrofiado de no acariciar, silencio por todo sonido ambiental, y la vista anulada, pues nada era lo que se veía. Los metros que había avanzado me alejaban de dar marcha atrás. Lo imposible de saber dónde estaba el final, alargaba el tiempo hasta neutralizar su dimensión, y de esa manera fueron abandonándome las dimensiones de mi viaje, desestructurando el concepto de camino; y mi versión rebotando sobre el futuro, como la luz de cruce contra la densa cortina de niebla. Sólo tenía la certeza del transcurso de los metros recorridos por el cuentakilómetros, pero sin saber que eran por tierra, mar o aire, el coche no interpretaba más allá del movimiento de las ruedas, y yo sabía que ésa sólo era una mínima parte de la verdad que me rodeaba, aislada por la niebla del resto de la realidad. Qué inútiles entonces los recuerdos, que nada podían hacer por llevarme a lo conocido. Sin saber lo que quería, avanzaba, incapaz de detener el vehículo de la vida a través del tiempo, el gerundino presente siempre caminando, siempre yendo; sin referencias, y qué decepción descubrir que el árbol, junto a la piedra y el arbusto, se repetían cada medio kilómetro, como el decorado fútil de una película barata. Bajé las ventanillas, y nada se escuchaba, nada más que el motor a medio gas, a medio camino entre el miedo y el querer continuar. Sobre mi piel se añadía la del capitán de un barco inmerso en las mismas circunstancias, aferrada al volante como él a su timón, y con su alma puesta en el ningún sonido de olas reventando en la costa. Al rato indeterminado de mi camino invisible, me pregunté cuánto más duraría aquello, y me respondí lo absurdo de saber cuánto, pues el tiempo definía un momento, pero la vida daba cuenta de muchos momentos. Lo siguiente en la secuencia de ideas, fue caer en la cuenta de que, sin poder especificar el tiempo, había pasado el suficiente para preguntarme cómo recórcholis no me había salido de la carretera. Fue entonces, y no antes, cuando vi conscientemente las líneas blancas, obviadas en mi ansiedad por querer verlo todo y hacer un trayecto perfecto. Amé, con devoción y necesidad, las dos líneas blancas entre las que dirigía mi vida, por ellas fluía mi vida cuando no sabía si merecería la pena. Más tarde, es decir, hace unos minutos, les puse nombre a cada una de ellas.
Llegar fue lo de menos. En algún momento, la niebla se quedó atrás, pero amaba tanto lo que tenía, que ni me di cuenta cuándo, dónde ni cómo fue que se esclareció todo.

viernes, 18 de diciembre de 2009 a las 11:57 a. m.

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