VI. Médico-paciente.
Dicen que durante la carrera se produce un cambio en la visión del alumno, pues todos hemos sido pacientes alguna vez, o familiar de paciente; para convertirnos en el médico debemos revertir ese punto de vista, para sentarnos al otro lado de la mesa hemos de sentirnos al otro lado de la mesa. Con todas las consecuencias, deberes y derechos, a todos los efectos.
Después de todo, y a pesar de estar culminando mi escalada, sigo sintiéndome más paciente que médico. Sé que aún no he rodeado la mesa, pues en ellos veo menos virtudes que defectos. Aún no me ha llegado la empatía.
Quizás el buen médico es el que no depara en estas conclusiones, y de un modo eficiente da salida a todos los problemas que se le presentan, sin más cuestiones personales o sociales. Problemas con un historial médico, una cifra que representa a cada paciente, mucho más tratable que a la persona misma. Sí, ese médico que se plantea cada caso como un misterio por resolver ¿qué le sucede al paciente? Y una vez diagnosticado, pensar el tratamiento protocolizado, el más adecuado, el más barato, el más cómodo, el menos perjudicial, con menos efectos adversos, mejor controlado… Y siendo así este médico, ya sería un gran profesional. Pero yo no he dicho, en este supuesto, nada de naturalidad, ni de calidez, no nombré la humanidad o calidad humana del licenciado, nada sobre su respeto y tolerancia, del trato, de la confianza. Y sin nombrar todo eso, ya era un buen médico. Médico. Pero nada dije de persona. Cualidades que no son exigibles, pero que se agradecen enormemente. Le da otro cariz a las relaciones médico-paciente, un ambiente tranquilo y que fomenta la fluidez de información… Resuena en mi cabeza la voz del catedrático, el profesor asociado: el paciente siempre miente. Y mientras lo pronunciaba, yo pensaba: yo también mentiría, si es usted el que me pregunta.
Por otro lado, comprendo la apatía en la que caen muchos compañeros; el contacto personal desgasta el ánimo con que se inicia el camino. Ese empuje se va desinflando, los roces y tensiones cansan, las superficies pierden lubricante y ya no se deslizan como antes, aparecen asperezas, y finalmente se decide por esconder el lado humano que todos llevamos, poner cara de máquina expendedora de medicamentos, y que la jornada acabe lo antes posible. Totalmente plausible.
Es un tema delicado, puesto que es un hecho que los pacientes de hoy no tienen el mismo respeto que antaño. Hacerse respetar no es autoritarismo. Respeto no es dejarse dominar. Pero sí acatar el criterio del profesional, y confiar en su buen hacer. Hoy los enfermos discuten todas las medidas a tomar, todo está abierto a debate, y la voz del médico es simplemente portadora de opciones. Es el enfermo quien decide. Aunque por otra parte, muchos médicos se han dejado llevar por esta corriente, y hoy lo ven ventajoso… menos decisiones, menos peso, pero también menos responsabilidad. Y así pues, se amparan bajo protocolos y guías clínicas, la ley como un paraguas, y la medicina como burocracia.
Todo ha cambiado. Y yo insisto en que todo puede mejorar.
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Después de todo, no deja de ser un trabajo. En mis veintidós días allí sólo pude ver lo más palpable, por lo tanto, el médico gracioso me hacía gracia, el psiquiatra me cayó gordo, al facha lo calé enseguida, la huidiza sólo me huyó, y el inútil no llegó a explicarme nada, como yo esperaba. Las enfermeras me parecían todas la misma, pelo arreglado de peluquería, el mismo color rubio tostado con mechas casuales, amables conmigo, relativamente amables con los pacientes. No, no juzgo, yo no trabajo allí. Sólo observé. Era la sala de observación. Auxiliares, celadores, policías nacionales, limpiadoras, técnicos informáticos, representantes de las farmacéuticas, los de la morgue… vendedores varios. Sólo lo más superficial, apenas unas pinceladas de lo que allí se cuece cada día. Ha pasado un año. Nadie se aprendió mi nombre, yo ya no me acuerdo de los suyos. Pero no deja de intrigarme la sombra literaria que se desprende al fijar la vista, como un foco de luz, sobre cada bulto, en aquellas camas. Y sin constancia, puedo ver los adornos navideños de este año, las cartulinas de abetos pendiendo de un hilo, dando vueltas con las corrientes de aire, materializando los vaivenes de la muerte y el fino hilo que sustenta la vida.
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