II. Adaptación al blanco nuclear.
Debido al corto periodo de permanencia, y que en una sola sala se hacinan 31 camas; cuando toda la intimidad es una cortina blanca, cuando toda evasión es rodearse frente a la pared, de espalda al mundo…, no hay hueco para personalizar el reducido espacio habitable, no hay hueco para un familiar de cabecera, ni de compañía, no teléfonos, no zumitos ni donuts a escondidas, no televisor.
Debido a ese limitado tiempo, una identidad sirve de poco, mañana ese bulto será otro. Tiempo… sólo para observar el incipiente camino que tomará la enfermedad, con qué cualidad se instaura en la persona, un leve brote con el que clasificar el caso. Lo justo para derivarlo a otra especialidad, lo suficiente para quitárnoslo del medio… Y al siguiente día, una lista nueva de nombres, ventipico nuevas historias, sexo, edad, nombre y apellido seguidos de unos acrónimos que en el enfermo se traduce en malestar, en pronóstico, en triste mirada, en dolor, en angustia, incertidumbre, descalabro familiar, pérdida económica, un consumidor menos, una cita perdida, una entrega retrasada, un beso sin dar.
Se agarra algo al alma, cuando unos ojos desorientados atrapan la mirada de una joven bata blanca. ¿Qué buscan, qué piden? Un vaso de agua, una información, un analgésico, otro pañal, un pronóstico, su familiar, una respuesta, la verdad… o más frecuentemente, una verdad que se pueda escuchar. – Espere un momento, que voy a llamar al médico -. ¿Y usted? – No, yo sólo soy estudiante -. Los primeros días no miraba a nadie, pensé que todos estaban locos, o al menos algo trastornados, y que sería incapaz de resolver nada que me pidieran. Pero fui descubriendo, por miradas esquivas y a hurtadillas, en el gran arte de observar, el letargo impotente del no saber, del no poder. El trastorno como adaptación a una situación impuesta. Estar anclado a una cama, sin más contacto que el de la auxiliar a primera hora de la mañana, en un rápido aseo… sin más personalidad que la que llevamos dentro, despojados de su fuerza, revestidos por un camisón sin ajustar, templanza estandarizada, ánimo circulando en o bajo su línea basal, valium al que habla demasiado,… sin más conversación que la del escueto médico acompañado por caras jóvenes, mentes susceptibles, corazones ignorantes. No preguntes, mejor no preguntar. Quizá no queramos saber la respuesta. Todo terriblemente higienizado. Blanco nuclear (verdades insultando). Olor hospitalario, de hospital, no de hospitalidad. Así, yo también giraría la mirada hacia la claridad, y daría gracias por tener ventana y no pasillo. Y que el viaje dure lo menos posible.
A esa ruptura con la normalidad que supone una enfermedad, en su empeoramiento, recidiva, o súbita aparición, se añade el extravío de estar en otro entorno, desconocido, raro, ajeno a la rutina de la que tanto nos quejamos. Se revelan distintas maneras de manifestar el miedo e inconformidad por los continuos cambios. De esta guisa, unos se quejan por todo, o piden lo imposible… hay quien aún se atreve a pedir un cigarro, y en ocasiones estuve tentada a indicarles el cuartucho del que los profesionales de la medicina y enfermería hacen de cenicero comunitario en un hospital de tercer nivel, pero… sólo soy estudiante, y cuando sea médico, seré residente, y para cuando sea adjunta, quizás yo también fume. A veces, esa inseguridad de encontrarse en un lugar inexplorado, se suple con taparse hasta las cejas. Sin embargo, la mayoría optan por no hacer nada, y callar. Silencio apenas roto por débiles quejidos, o un nombre muy repetido, pueden estar horas llamando a alguien que quizás esté muerto. La desorientación es profunda, cuando nada es lo familiar, perdidos y sin referencias. Lo que antes era su vida guardado en una bolsa blanca camuflada en la omnipresente blancura. Comportamientos extraños, tics emergentes, descompensación del caprichoso equilibrio de las deficiencias a edades ancianas. Energía fugándose como adaptación geriátrica.
Cuando todo esto está arrugado por el paso del tiempo, cubierto por cabello canoso, pronunciado en voz áspera, gestos torpes, sólo ademanes, nada de acciones… cuando la vejez es la que se expresa, si algo no era agradable, directamente es indiferente. Ésa es nuestra adaptación a ellos, nuestros viejos.
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