El Aleph que Borges descubrió en el decimonoveno escalón del sótano de aquella casa, no me llevó a nada conocido, ni me infundió el deseo de encontrar ese punto que todo lo reúne, principio y fin de todo lo que existe. Triste sería que todo lo supiéramos, y que nada quedara por descubrir, porque si el futuro nos alimenta con ilusiones es por todo lo que desconocemos, y por lo tanto, da sentido útil al tiempo que nos queda por vivir.
Reflexiones aparte, la precisión con que debía de acomodarse para observar tal prodigio sí que me resultó familiar. Me recordó al concreto momento que interrumpió una mirada perdida de una pesada tarde tirada en la cama; en aquella posición arbitraria se sumaron varios factores, mi cabeza a los pies de la cama, la persiana plenamente alzada, los huecos de la abarrotada estantería perfectamente coincidentes, el edificio de enfrente en su justa altura. Todos los elementos interpuestos entre mis ojos y el objeto se conjugaban en un sudoku en que todo encajaba para regalarme un callejón de visión, permitiéndome ver muchos metros allá los últimos centímetros de una muy elevada torre de repetidores, en que se alojaba el fruto del trabajo y del amor: el nido y los arrumacos de una pareja de cigüeñas.
Ese descubrimiento me devolvió mi sensibilidad por las cosas pequeñas, mi pasión por el miope mundo de las miniaturas; pero también me abofeteó una soledad vestida de Gilda, con el guante blanco de las ausencias, y mi cara enrojeció, no de ira o vergüenza, sino por las terribles ganas de encontrar una pizca de lo que las cigüeñas me restregaban sin importarles quien las viera.
Reflexiones aparte, la precisión con que debía de acomodarse para observar tal prodigio sí que me resultó familiar. Me recordó al concreto momento que interrumpió una mirada perdida de una pesada tarde tirada en la cama; en aquella posición arbitraria se sumaron varios factores, mi cabeza a los pies de la cama, la persiana plenamente alzada, los huecos de la abarrotada estantería perfectamente coincidentes, el edificio de enfrente en su justa altura. Todos los elementos interpuestos entre mis ojos y el objeto se conjugaban en un sudoku en que todo encajaba para regalarme un callejón de visión, permitiéndome ver muchos metros allá los últimos centímetros de una muy elevada torre de repetidores, en que se alojaba el fruto del trabajo y del amor: el nido y los arrumacos de una pareja de cigüeñas.
Ese descubrimiento me devolvió mi sensibilidad por las cosas pequeñas, mi pasión por el miope mundo de las miniaturas; pero también me abofeteó una soledad vestida de Gilda, con el guante blanco de las ausencias, y mi cara enrojeció, no de ira o vergüenza, sino por las terribles ganas de encontrar una pizca de lo que las cigüeñas me restregaban sin importarles quien las viera.
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