Durante un tiempo, demasiado para el puntual, te estuve esperando.
Dejé mi huella en la hierba arrancada; y mi sombra, alargada y afilada, estampada en la tierra en la que surqué un nombre, que a cada golpe de suspiro salía de mí, hasta no quedar ni una letra dentro.
Allí dejé a una quejica pared desconchada, que siempre recordará mi desesperación; y la corteza de un árbol que pasaba por allí, y que no tenía culpa de mi desazón.
Como si alguien hubiera sabido el rato que habría de esperarte, me habían dejado una silla preparada, allí, en medio de la nada.
Fue una de esas citas en las que se conoce el desenlace de antemano, pero yo necesitaba comprobarlo por mí misma, verlo, verme, allí, sola; tenía que palpar tu ausencia, verla, escuchar tus no ruidos, olerlo todo, salvo a ti.
No, no acudiste.
Sin precisar de traducción, entendí una respuesta universal como lo es un plantón.
Cuando acabé con todo elemento por arrancar, destrozar, pulverizar… Cuando el sol dijo que se iba, conmigo o sin mí, abandoné el lugar.
Allí dejé la silla, el árbol, y a todas las figuras que formé con las nubes, allí con tu nombre, tu imagen… con otra historia, sin más.
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