Cuando quise darme cuenta, ya había pasado el invierno para decirle algo, como –qué frío- o –qué oscuras son tus mañanas-, -qué tardíos tus amaneceres-; y cuando levanté cabeza, una oleada de olores y primavera madura me abofeteó los sentidos; el tiempo de darle la bienvenida ya había pasado, yo seguía con los pies enterrados en campo estéril y las manos atascadas en los apuntes de la medicina. ¿Qué hago con el tiempo perdido? ¿Dónde esconderlo para no acordarme de él?
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