Sólo imaginaciones



Era una niña cuando descubrí la dama de noche. Al menos así llamaba mi abuela a aquella planta; de un verde rabioso de día; oscura, como todo, de noche. Pero justo entonces, casi esperando el silencio, tras los últimos pasos de mi abuela por su ronda nocturna, cuando las pequeñas flores que encumbran sus ramas desprendían el olor de la noche de verano, cual azahar en abril. Un intenso frescor, unido a la brisa suave, relajaban los sentidos, tan atormentados durante el caluroso día cordobés.
El silencio, la penumbra cribada por la ventana enrejada que daba al patio, el aroma embriagador de la planta, y los crujidos propios de todas las casas de los abuelos, dotaban un atractivo ambiente, un halo misterioso a las noches veraniegas…
Algún perro a lo lejos, ladrando; los ronquidos de los mayores, aguantar el pipí hasta no poder más, por tal de no atravesar el largo y tenebroso trayecto hacia el baño, siempre con una ridícula forma de correr, entre miedosa, apresurada y manteniendo las piernas lo más juntas posible.
Tenebroso de noche, pero ausente de formas fantasmagóricas por la mañana, cuando todos los objetos se dibujaban inocentes, inanimados. Yo los observaba desde varios puntos, intentando rebatir con mente lúcida todas las sensaciones confusas de la velada anterior; y todo por medio de una lógica devastadora, que, sólo con el manto de la oscuridad, se tambaleaba, a pesar de mi recital constante de – no es real, no es real, sólo imaginaciones, no es real-.
El recorrido desde el servicio a la habitación comenzaba con un caminar sosegado impuesto por mi mente cuadriculada, en la que la certeza de normalidad iba dando paso a la duda, y ésta acababa con un spring y brinco final en la cama, tensión que cubría totalmente mi cuerpo, como la sábana de pies a cabeza, de lado a lado.
Por muy temprano que yo despertara, el día había amanecido antes para mi abuela, que al verme aparecer sacaba un jarrillo de lata para calentarme leche, y yo acudía en busca de los bizcochos; y por enésima vez, verme en la dulce tarea de hallar el tiempo exacto que su dureza aparente tardaba en diluirse en el calor de la leche, de tal manera que aguantaran en ese pequeño y corto trayecto hasta ser saboreados.

Ha pasado tiempo ya desde entonces. Los miedos ya no son tan incontestables, sino demasiado convencionales, y desprovistos de magia. Y los retos han dejado de ser tan simples; desgraciadamente, ya hallé el momento justo en que llevarme las galletas a la boca, aunque de vez en cuando, la vida me guiña, y yo le sonrío, cuando en ese momento tan delicado, se me cae todo a mitad de camino, y me demuestra que me queda mucho por aprender, que afortunadamente hay cosas que se escapan a mi cabeza cuadrada.

miércoles, 23 de septiembre de 2009 a las 7:50 p. m.

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