Toledo

Casa a casa, callejuelas. Ladrillo con ladrillo, fortaleza. Almena tras almena, en toda la muralla. Piedra y piedra, bajo los zapatos.
Toledo es infinidad. Infinidad en cuanto a minúsculos detalles, frisos, arcos, puertas, iglesias, columnas, pináculos… Un mismo tono ocre lo une todo, cercado por la muralla, abrazado por el río Tajo, un solo olor que fluye por calles. El resultado te hace sentir protegido, acogido por costumbres añejas, acompañado por la experiencia de una ciudad que sabe de todo, de lo bueno y de lo malo; cultura, que es vida, y de tortura, que es muerte.

Al igual que mi Córdoba, Toledo es un ejemplo de convivencia y convergencia de culturas, la cristiana, judía y musulmana. Hubo muchos errores en el manejo de esta situación, pero afortunadamente en algunos aspectos hemos evolucionado, y sobretodo queda patente una combinación de arte propio de cada cultura, y como resultante un conjunto homogéneo de monumentos que adoptan lo mejor de cada estilo.
Al querer hablar un poco sobre un fin de semana en Toledo, no me decidía por un relato u otro. Quería describir de cada monumento unos trazos, y también incidir en las sensaciones que conectan las horas, la esencia que proporciona una identidad, que une millones de aspectos vistos en tan sólo 48 horas. ¿Por qué versión decidirme?
La primera noche hicimos una toma de contacto con la ciudad. (En todo caso, siempre me refiero a la ciudad medieval.) Contacto de los pies con el empedrado. El roce áspero de sus paredes envejecidas. La estrechez e intimidad de las callejuelas, y su caótica distribución, que invita una y otra vez a buscar en el mapa, sentirte perdido en esa maraña urbanística, pero sabiéndote seguro, dentro de la muralla. El silencio sobrecogedor de pequeños espacios desiertos, sólo roto por nuestros pasos y algún que otro foráneo. La cadencia de esos pasos, según subes o bajas. Calles y más calles, que se tropiezan, interrumpen, y hermanan entre ellas. Luz de farolas incrustadas en los muros, creando una gama de claroscuros. La noche, en definitiva, atenuando diferencias culturales, ocultando detalles escabrosos, una misma noche para todos, musulmanes, cristianos o judíos.

Tras un largo paseo, desde la pensión (Pensión Reina Isabel, 35e/noche hab. doble, el dueño muy apañado, muy buena sensación coste/servicio; situada en pleno centro histórico, a una calle de la catedral) pasamos por las escaleras mecánicas, una brecha de modernidad entre tanta antigüedad, pero que proporcionan unas vistas bellas de la ciudad de fuera. Llegamos al puente de San Martín, y el Tajo, oscuro y ronroneante, discurre ajeno al paso del tiempo, a batallas del pasado, a la política del presente, a trasvases y cambio climático… él simplemente pasaba por allí.

De nuevo, mi sentido de lo estricto se retuerce ante puertas en las que se conjugan varios tipos de arcos; minaretes en los que lo mudéjar destaca formando parte de monasterios cristianos… la historia de siempre, mezquitas convertidas al cristianismo.
Con el cansancio del viaje y tras saciar el hambre (a medias para algunos) con bocatas, el frío nos empujó hacia las camas de la pensión.
Con un día repleto de objetivos por cumplir, comenzamos la mañana buscando una cafetería que se resistía (desconozco a que hora abren las cafeterías, pero además de que no abundan bares ni tabernas por el centro histórico, no estaban abiertas a las 9 de la mañana). En un puesto de churros (porras, que no jeringos) por fin dejamos caer algo caliente en un cuerpo rodeado de los 0 grados. Estado fuera de las murallas, presididas por la imponente Puerta Bisagra, decidimos visitar lo que nos llamaba la atención de aquella zona, el Hospital Tavera, Hospital de afuera ó Hospital de San Juan Bautista, propiedad de la casa ducal de Medinaceli. Una visita guiada (4.5e) que nos lleva por algunas de las salas más importantes del edificio que, en un principio se concibió como hospital, en el que destacan su Farmacia y salas donde se alojan los archivos y cuentas del hospital. Pero posteriormente pasó a constituir un museo en el que se muestran parte del patrimonio pictórico de los duques (obras de El Greco y artistas italianos), además de otras salas habitadas por la última duquesa de Medinaceli, con enseres propios de la aristocracia.
Directos hacia la ciudad medieval, fuimos recorriendo la calle Real del Arrabal, llegando a la Puerta del Sol, a la que subimos haciendo escalada (o casi), que nos regaló una bonita panorámica del entorno. Seguimos hasta llegar, buscándolo y sin saber, a la plaza Zocodover, un espacio comercial y de encuentro, donde se reunen las actividades más dinámicas de la zona. Continuando el camino, nos topamos con un gran edificio, el Alcázar, al que acudimos a una exposición (gratuita, jeje) de libros antiguos de caballería, iniciados por Amadis de Gaula, aunque lo más interesante de subir a la biblioteca fueron las vistas desde los ventanales.
De nuevo en la calle, al final dimos con el Museo de Santa Cruz, donde otra exposición (gratis) representaba de manera muy completa los años de guerra contra los franceses, incluyendo vestimentas de la época (civiles y militares), movimientos de las tropas, armamento, retratos de los protagonistas… y un largo etcétera. La habríamos disfrutado más a fondo, pero el hambre colapsaba todo nuestro interés cultural. Por lo que acampamos, primero con unas cañas, y después con algo de consistencia en un tal Pintxos. Reanudamos la caminata, por la calle del Comercio, con idea de entrar en la Catedral, a la que entramos pero para disfrutarla en su totalidad había que abonar 7e, por lo que nos negamos en redondo, así que admiramos su belleza arquitectónica exterior, y nos dio oportunidad para compartir unos momentos con una tuna madrileña.

Con mucho valor, nos encaminamos hacia el puente de Alcántara, para pasar un agradable rato en la ribera del río, que nos colmó de tranquilidad. El río se llevaba los nombres de Ansiedad, Preocupación y Estrés, y la paz penetraba con el solecito y el flujo sosegado de sus aguas. Con mucha pereza, levantamos campamento y atravesando toda la ciudad, alcanzamos la ribera sur donde estuvimos (¿cómo se dice tranquilamente, pero de otra manera?).
Regresamos a Zocodover y degustamos una toledana hamburguesa del McDonald que nos sentó de muerte.
Ya de noche, nos topamos con unas señoras disfrazadas, y siguiéndolas, nos llevaron a una comparsa, que nos amenizaron los primeros momentos de la noche. Es cierto que estos castellanos no poseen la espontaneidad andaluza, pero sí que usan el picante, sí. Tras disolverse la reunión, nos embarcamos en la búsqueda de un local con algo de música y copas, y a punto de desistir, encontramos el Garcilaso.
Al rato ya volvimos a descansar, el día nos había pasado factura, y aún quedaba media jornada por delante.

Con idea de subir a un mirador desde donde echar unas panorámicas, al otro lado del río, nos dirigimos hacia la zona oeste. Antes desayunamos como dioses en el Café de Monjas, capuccino y napolitana inmejorables por 3.80e, pero insustituibles. Con el estómago repuesto, lo pusimos a prueba con la visita a una muestra de antiguos instrumentos de tortura, tras abonar 3e que no me perdono. Yo es que me sensibilizo mucho con el tema. Poco después, y de forma gratuita, pudimos acceder a la Sinagoga de Tránsito, que nos brindó lo mejor de la cultura judía, arquitectura, ornamentos de rituales, etc., pero lo que más me impresionó fue el techo de madera entramada y las yeserías rocambolescas. Al rato caí en la cuenta de que momentos previos había pagado por ver la tortura hacia un pueblo que ofrecía tanta riqueza cultural que había disfrutado gratis… cosas que hacen pensar.
Al final, la panorámica fue desde la Ermita de Ntra. Sra. De la Cabeza, pero mereció la pena. Terminamos la etapa turística en el Monasterio de San Juan de los Reyes, con un claustro tranquilo, silencioso, y de una belleza imponente. De lo que más me ha gustado.
Degustamos un menú muy competente y típico en un bar adyacente, y dimos por finalizado el viaje, retomando carretera, y mucha banda sonora.

martes, 22 de septiembre de 2009 a las 7:04 p. m.

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