Nos llovió buena parte del camino, hasta bien entrada la alpujarra almeriense, que sinceramente, no tiene chicha, muy simple, y sin encanto, aunque visto lo visto en Cabo de Gata, tampoco es que me extrañase… entenderé que haya quien considere otra opinión, pero ésta es la mía.
Ya en tierras granainas, en Ugíjar paramos para comer, acicalarnos algo, y ponernos al día con las familias. Para mí es una obligación mencionar el restaurante que elegimos, por aquello de “medalla de oro a la mejor cocina” y títulos como el de “cocina típica alpujarreña” y tal, pues fue un fraude total, nos sentimos totalmente estafadas, 7 euros por cabeza por tres bebidas, una ensalada especial de la casa, que no era sino la excusa perfecta para reírse de nosotras, las tapas nos las cobraron (detalle que no especificaba la carta), y cada tapa era realmente para empacharse… vaya… Ah, y el tinto verano era aguarrás. Por no hablar de lo agradable que estuvo el camarero, con esa simpatía innata que prestaba. Restaurante Vidaña, para más información, no acercarse. Nuestra hipótesis es que el colega era primo del alcalde, de cuyo partido político no quiero acordarme.
Estafadas y con hambre, reanudamos el camino, como destino Trevélez. Acerca de las carreteras, están en muy buen estado, y un firme que da seguridad, salvo antes de llegar a Ugíjar, no recuerdo qué municipio había levantado el asfalto y el desvío era tedioso y en mal estado, pero el resto estupendo, muchas curvas, eso sí, pero con precaución, no hay mayor problema.
En esta parte del viaje, tanto antes como después de Trevélez, nos acompañó lo más cañí de la reserva española en cuanto a música se refiere, dícese de Manolo Escobar, Marisol, Salomé, y demás hitos del sentir patriótico, lo cierto es que nos echamos unas buenas risas a su costa, y por unos momentos parecía que tras la curva nos toparíamos con una carreta tirada por burros de la comarca… pero no fue así… no he visto un solo burro en todo el viaje, qué decepción. Hicimos un alto en un mirador, intentando adivinar el nombre de los pueblos que se divisaban, y aprovechando para hacer el ganso un poco. Es curioso siempre piensa uno que los pueblos de otras provincias tienen nombres muy raros, y es así. Yátor, Bérchules, Alcútar, Juviles. Ya en Trevélez, en su camping, escogimos una cabaña, por todo eso de lo reventadas que estábamos, está bien de precio y merece la pena, tienen aseo propio, y bien equipado en cuanto a mantas y estufas, agua caliente, y un ambiente a casa de pueblo que tanto extraño, como la casa de mi abuela. Me trajo muy buenos recuerdos el olor nada más entrar. Aseadas y listas, bajamos al pueblo, que está a un kilómetro aprox., por un sendero paralelo a una acequia por donde discurre agua fría del monte… por supuesto, y no cabía esperar menos de mí, tal y como lo predijo dos minutos antes mi amiga, me mojé un pie. Buscando unas chanclas o calcetines en un puesto de todo a cien, o un comercio chino, cosa que desconocían los paisanos del pueblo, dimos con un bazar-bar-restaurante-cafetería-hostal, pero nada. Tomamos jamón (6 euros el plato), por ser tan típico del pueblo, bueno y jugoso, y pizza por ser la especialidad (5 euros) del sitio en cuestión, un tal mesón al final del pueblo, que incluía un Disco Pub Otro Sitio, pero no era la marcha por lo que se caracteriza el pueblo, la verdad. El entorno natural es precioso, todo tan verde, sin contaminación, y se respira mucha tranquilidad, corre el agua por las cunetas, de tal manera que me llamó la atención, fresca, libre, sin que nadie la eche de menos. En el camping ocurre lo mismo. Por cierto, se trata del pueblo más alto de España, cerca de los 1500 metros.
Dada mi oportuna fiebre durante la noche, no pude apreciar lo mullido del colchón respecto a la tienda de campaña, ni nada que se le parezca. Por ese motivo, adelantamos la vuelta un día.
Dejamos el camping, con muy buena impresión. Bajamos discurriendo por los pueblecitos que nos quedaban, Pórtugos, Pitres, pasando Bubión, paramos en Capileira, típico por los tejados, el encalado, y sus chimeneas. En Pampaneira nos detuvimos para comer, el restaurante de la plaza resultó ser caro, así que buscando otro sitio, dimos con un mesón cuyo nombre no consigo recordar, subiendo casi al final del pueblo, y las croquetas estaban divinas. Tiene unas calles similares a las de Capileira, muy típicas, estrechas, empinadas, empedradas y con pequeños cauces en medio. El agua corre por todos sitios. A veces, me recuerdan a los balcones y rejas cordobeses, pero en esos pueblos queda más natural y menos recargado. Dimos al final con la Fuente de San Antonio, parada imprescindible para tres solteras casaderas, por aquello de San Antonio búscame un novio… Dejando el pueblo, seguimos ya, con menos entusiasmo y más ganas de llegar a la autovía, por lo menos aquí la conductora. Lanjarón nos defraudó enormemente, quizás el que más nos sonaba, pero no vimos ningún viejecito del que nos pudiera sorprender su edad, ni parte antigua del pueblo, aunque bien es verdad que no hicimos por rebuscar, estábamos hartas, y lo queríamos masticado. Eso sí, no vimos carteles indicativos de algo típico. A duras penas, le echamos una foto a un camión del agua. Nada más. Lo mismo puedo decir de Órgiva, mucha construcción nueva, nada del encanto de los pueblos más altos y pequeños. Cruzamos el pueblo con el coche y punto.
Qué alivio coger la autovía Motril-Granada, qué recuerdos de ese magnífico pueblo que se me olvida, ése que empieza por D… y su puente lata del señor Eiffel.
Poco más, y demasiado es.
Pensé que acabaríamos echándonos los perros las unas a las otras, pero el buen rollo cundió y se estiró hasta el final. Total, somos casi igual de raras y renegadas de un mismo sitio. No cambio esa rareza si al menos nos une a tres, como tampoco no cambio ningún momento de la experiencia.
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