Ayer visité tu lápida, una vez al año, como manda la tradición. Tu recuerdo lo frecuento mucho más. Siempre compruebo que no te hayan puesto símbolos religiosos, ni a la abuela tampoco. Pero ten cuidado, dios te acecha, a jesucristo lo tienes en todos los nichos de alrededor. Nunca nos dijeron que te habías ido al cielo, sabíamos que te quedaste en La Casilla, escondido, observando los conejos del leñero corretear, o echando un paseo al arroyo, con tu inseparable macotilla y perenne olor a Black Suede de Avon. Prefiero hablarte mirando hacia la tierra que fue tuya, que hacia el cielo que nunca visitaste.
Si hubieras vivido más tiempo, habríamos discutido mucho, lo sé. Tenías muchos, muchos defectos, casi todos los posibles de los hombres de tu época, y yo todos los posibles de una chica de mi edad. No hubiéramos congeniado bien. Pero me gusta pensar que te sentirías orgulloso de cómo pienso.
Recuerdo los sorbos que me dabas de cerveza shandy, tu navaja, tu llamativa verruga, los parches de nitratos para tu angina de pecho, tu chivata, o cuando me sentabas en tu pierna para seguir el juego de cartas y decías – no toques, esto es para los mayores-, cuando tocabas la zambomba y cantabas villancicos picarones.
El día que te fuiste fue extraño. A pesar de tener un ligero concepto de la muerte, no supe de la profunda tristeza de mi madre hasta que llegó a casa y estuvimos comiendo con la tele apagada. Ver el monitor negro, inanimado, y nuestras siluetas reflejadas en él, me dio a entender la gravedad de la situación. Estuvimos así unos días. A la abuela la visitamos al domingo siguiente; yo temía ese momento, porque me la imaginaba derruida, pensaba encontrarme una persona totalmente diferente respecto a nosotros, oscura y vacía, sin sus detalles de abuela, y por qué no decirlo, sin sus caramelos. Ver en ella una sonrisa al recibirnos en el porche me tranquilizó. En un momento en que los mayores no me hacían caso, me escabullí y fui a tu habitación, acudí al cajón de la cómoda en que guardabas tus parches, y cogí uno, pero la cremita ya no estaba.
Si hubieras vivido más tiempo, habríamos discutido mucho, lo sé. Tenías muchos, muchos defectos, casi todos los posibles de los hombres de tu época, y yo todos los posibles de una chica de mi edad. No hubiéramos congeniado bien. Pero me gusta pensar que te sentirías orgulloso de cómo pienso.
Recuerdo los sorbos que me dabas de cerveza shandy, tu navaja, tu llamativa verruga, los parches de nitratos para tu angina de pecho, tu chivata, o cuando me sentabas en tu pierna para seguir el juego de cartas y decías – no toques, esto es para los mayores-, cuando tocabas la zambomba y cantabas villancicos picarones.
El día que te fuiste fue extraño. A pesar de tener un ligero concepto de la muerte, no supe de la profunda tristeza de mi madre hasta que llegó a casa y estuvimos comiendo con la tele apagada. Ver el monitor negro, inanimado, y nuestras siluetas reflejadas en él, me dio a entender la gravedad de la situación. Estuvimos así unos días. A la abuela la visitamos al domingo siguiente; yo temía ese momento, porque me la imaginaba derruida, pensaba encontrarme una persona totalmente diferente respecto a nosotros, oscura y vacía, sin sus detalles de abuela, y por qué no decirlo, sin sus caramelos. Ver en ella una sonrisa al recibirnos en el porche me tranquilizó. En un momento en que los mayores no me hacían caso, me escabullí y fui a tu habitación, acudí al cajón de la cómoda en que guardabas tus parches, y cogí uno, pero la cremita ya no estaba.
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