Cuando juegas con un niño, descubres lo sencilla que puede ser la vida. Ya lo sabía, pero anoche me tocó más la fibra, debido a la actualidad bélica.
En mitad de un feroz combate, entre mi ejército de soldados de las guerras mundiales (alemanes y americanos) supervisados por los generales la cabra Manuela y Porky el cochino (animales de granja S.A.), contra el ejército de mi sobrino, los temibles indios y vaqueros americanos, dirigidos por los capitanes de bando Supervaca, el elefante y la mula de Sancho Panza, nos encontramos con el problema de estar sin munición para derrotar al enemigo. Solucionado el dilema con misiles tierra-tierra marca “el macarrón”, comenzamos a bombardear los focos activos de insurgencia del otro combatiente, disparando de manera ordenada y guardando turno, como deben ser las cosas, claro está. Mientras, íbamos recogiendo parte de la munición disparada y reutilizándola (que los recursos alimenticios, digo, armamentísticos también andan en crisis), pero no contábamos con un enemigo común, mi perra. Se animó a participar en la batalla, de forma que tras oler una bala perdida, se dedicó a comerse todos los macarrones desperdigados. La cara del niño era un poema. Con angustia y desesperación, clamaba por la retirada de aquella intrusa devastadora, que estaba acabando con el programa de reciclaje de misiles, y literalmente devoraba toda la munición perdida. Casi llorando, el chavalín me preguntaba ¿por qué se come los misiles? Y yo no podía responderle, tronchada de la risa.
Tras calmarme un poco, y con el juego reiniciado, me dí cuenta de lo que un juego podría enseñarle al mundo; si todo fuera así de fácil, como que los misiles fueran macarrones… o que simplemente, Porky Bush y Supervaca Putin se pusieran de acuerdo, y volvieran a pastar por la granja, en lugar de bombardear jugando a ser personas, cuando no dejan de ser animales.
En mitad de un feroz combate, entre mi ejército de soldados de las guerras mundiales (alemanes y americanos) supervisados por los generales la cabra Manuela y Porky el cochino (animales de granja S.A.), contra el ejército de mi sobrino, los temibles indios y vaqueros americanos, dirigidos por los capitanes de bando Supervaca, el elefante y la mula de Sancho Panza, nos encontramos con el problema de estar sin munición para derrotar al enemigo. Solucionado el dilema con misiles tierra-tierra marca “el macarrón”, comenzamos a bombardear los focos activos de insurgencia del otro combatiente, disparando de manera ordenada y guardando turno, como deben ser las cosas, claro está. Mientras, íbamos recogiendo parte de la munición disparada y reutilizándola (que los recursos alimenticios, digo, armamentísticos también andan en crisis), pero no contábamos con un enemigo común, mi perra. Se animó a participar en la batalla, de forma que tras oler una bala perdida, se dedicó a comerse todos los macarrones desperdigados. La cara del niño era un poema. Con angustia y desesperación, clamaba por la retirada de aquella intrusa devastadora, que estaba acabando con el programa de reciclaje de misiles, y literalmente devoraba toda la munición perdida. Casi llorando, el chavalín me preguntaba ¿por qué se come los misiles? Y yo no podía responderle, tronchada de la risa.
Tras calmarme un poco, y con el juego reiniciado, me dí cuenta de lo que un juego podría enseñarle al mundo; si todo fuera así de fácil, como que los misiles fueran macarrones… o que simplemente, Porky Bush y Supervaca Putin se pusieran de acuerdo, y volvieran a pastar por la granja, en lugar de bombardear jugando a ser personas, cuando no dejan de ser animales.
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