Cabo de Gata (1ª parte del viaje)





Antes de embarcarme en este viaje, me lo imaginé, por hacerlo con quien no suelo, por planearlo sobre la marcha, por dejar tantos cabos sueltos, por dejar todo en manos del destino, y darle a la fortuna la oportunidad de decidir por mí en tantos aspectos… llevando como únicas guías una paupérrima copia de guía de carretera y una guía campsa de hace 10 años. Por ir con un par de locas, una que se le va la pinza por la fiesta, y otra, con fobia a los gatos, más arisca que ellos, y ambas con unos conceptos de la seguridad y salud incoherentes, incompatibles, y muy discutibles. Ambas pésimas copilotos, incompetentes como consulta de la ruta, inoportunas a la hora de ir al servicio, bulímicas a la hora de comer panchitos/ganchitos en el coche, desafortunadas a la hora de elegir autostopistas, y por supuesto, inútiles para echar fotos.
Me lo imaginé. Me imaginé todos los infortunios posibles, yo porque soy así de cuadriculada, yo y mi organización y mis planes, mi guía y mi mapa. Pero no pude alcanzar el significado aventura, cuando el imprevisto entra en acción, toda la cuadrícula se cae, se moja, y comienza el verdadero viaje…

Han sido cuatro días. Comenzamos el sábado, autovía A92, desvío hacia San José, antes cogimos a Hassam, el cansino para los amigos (la galantería le duró hasta que comprobó que la nevera pesaba más de lo que pensaba). La playa bien, pero ya se me confirmó la teoría de la costa (playas vírgenes = menos comodidad y accesibilidad), aguas cristalinas las de Almería, buena temperatura, sin saturaciones, y nada de bloques que abochornan al entorno; eso sí, la ley de costas (según la ingeniera de caminos) data del 55. La tortilla de mamá estupenda. Camino a Las Negras, atravesando el parque nacional de Cabo de Gata-Níjar (por cierto, Níjar es el mayor término municipal del país, todos los pueblos aledaños son pedanías del núcleo de Níjar) mucho esparto y matorral bajo y seco, aridez atosigante que reseca la garganta, colinas despejadas de vida, y no hay nada más. En Las Negras no saben lo que es la arena de la playa, se ve que los pedruscos estaban de oferta. Buscamos la famosa lancha-taxi, un servicio de esa manera para llegar a la, no menos conocida, cala de San Pedro. Tras informarnos, por medio de nuestra agradable y eficiente RR.PP., economista y juerguista del trío calavera, resultan ser 6 euros por ida (otros 6 de vuelta si es así como los humanos deberían regresar a Las Negras), con equipaje incluido, y un hermoso y único conjunto de las colinas y el Mediterráneo, son 5 minutos, y cuidado con las mochilas y pertenencias, que pueden mojarse durante el trayecto (pueden mojarse todas las camisetas, incluso). Dada la trasparencia del servicio, tras hallar la manera de que no nos dieran largas los lancheros-taxitas, y esperar el tiempo estipulado (es decir, hasta que el turno mandara), nos montamos con más o menos dificultades en la lancha, el capitán del navío era un tanto sieso, y nos acompañaban una japonesa (vamos, la china) y su novio, un chaval de dudosa nacionalidad, que hablaba un idioma (según mi amiga la políglota) similar al alemán, tipo polaco-austríaco (creemos más lo último), pero la china hablaba el inglés, por lo que mi amiga demostró que para algo sirvieron tantos años bilingües. En fin, una pareja extraña. Cuando llegamos a aquél paraíso, como denominaba el único cartel con indicaciones de la cala (en el que incidía en la importancia del buen rollo, peace and love and in bolindres is better) se nos mojaron varias bolsas, montamos muy malamente la tienda campaña (yo inexperta, la economista estaba emparanoiada con la china y sus plantas, y traduciéndola, y la ingeniera me defraudó a la hora de dirigir el montaje de la tienda), nos introducimos un poco en el ambiente hippie. Hay dos chiringuitos tipo casa hippilongas, imagino que sus suministros vienen por lancha; he de decir que no hay más accesos a la cala que por mar o por un sendero por las colinas, que en ciertos tramos no permite ir con mucha carga. La luz la toman de fuente solar y eólica. Los precios son normales, y sirven unas pizzas por 7 euros, que tras haber mascado tanta arena con la comida que traíamos, saben a gloria bendita. La cala no tiene servicios, ni duchas, pero hay dónde y cómo solucionar ciertos problemas durante unos días. Hablan de un rincón donde hay barro para embadurnarse, tipo spa pero a lo hippie (allí todo es hippie). Es posible llevarse al perro de excursión allí, de hecho, haría amigos con los canes residentes. El ambiente es tranquilo, escasos niños dando el coñazo, se puede hacer nudismo, se puede no hacer nudismo, da lo mismo, nadie mira mal a nadie. Esperábamos más marcha, como que el chico de la guitarra se arrancara con música y hacer una hoguera y bailar, pero no, en ese caso hay que llevar la marcha en el grupo con el que vayas. Es un verdadero descanso para los oídos, saturados de la contaminación de la música pachanguera, chunda-chunda, tumtum-pan, y demás bodrios de la actualidad, me sorprendió gratamente el jazz y chill ibicenco de uno de los garitos. La noche estaba espléndida, no podía estarlo más, una luna imponente sobre todo lo demás, nada estorbaba, no había edificios, no había luces, algunas velas enterradas en la arena, y sólo un ronroneo de la mar lamiendo la orilla, y el murmullo de conversaciones, sin sobresaltos, sin niñatos con las motos, olor de brisa marina con vetas de hierba quemada.



Nunca había dormido en tienda campaña. Esa primera noche, como la siguiente, añoré los muelles que me ensartan en el colchón de mi casa, y que tan estúpidamente había maldecido días antes. Hizo viento, la tienda se quejó hasta la saciedad, la capota terminó por caerse; mucho ruido, el firme muy duro, vamos, dormí poco, pero descansé menos. La china hizo por ponernos bien la capota, pero era inútil. Los vecinos nos miraban mal.
El día siguiente nos descubrió un fuerte día de sol, desayunamos tortilla, y marchamos a inspeccionar la zona. Matorral, un castillo (moro, imagino), una especie de ducha de la comuna, monolitos de gente que estaba aburrida, y unas aguas cristalinas que nada deben envidiar a las del caribe, lo cierto es que es un reclamo para submarinistas. Tras decidir democráticamente quedarnos en la cala esa noche (maldito el que inventó la democracia) y sabiendo que nos llovería al día siguiente, cenamos en el chiringuito. Ra, una mole de melena platina convertido en niño, nos amenizó la velada del domingo, que poco más iba a dar de sí, mucha gente se había ido y apenas quedamos unas pocas tiendas. Esa noche nos sitiaron una cadena de tormentas vecinas, fue una noche de lluvia intensa (uno de los dos días al año que llueve allí), truenos y relámpagos desincronizados, pesadillas, perdiendo un poco la sensatez, el miedo calaba, y hasta tuvimos que comprobar que las olas seguían pegando en la orilla para desechar la posibilidad de tsunami (¿qué películas ven mis compañeras de viaje?), menos mal que estaba yo para rescatar al sentido común. Nadie me vió cuando nos levantamos, pero besé la tienda campaña… no me creía que aguantara aquello que pasó aquella noche, hoy no me lo creo aún. Organizamos el equipaje, y nos pusimos en marcha, con tan mala cara como la que tenía el cielo, continuaban los truenos. La siguiente media hora, la que yo temí durante toda la noche, fue muy dura para mí. Iba en muy malas condiciones para hacer esa ruta de senderismo-montañismo-escalada. En chanclas, lloviendo, un macuto inadecuado, mucha carga, viento, y por supuesto, una forma física rudimentaria. Sin duda, la hora que se echa en ir desde la cala de vuelta a Las Negras fue extraña, cansancio y miedo a despeñarme por el sendero que bordea la montaña, mezclados con la satisfacción de conseguirlo, la adrenalina del esfuerzo y la tensión, y un paisaje simplemente único, como único acompañante un tiempo excelente, truenos y un frescor agradable. Sencillamente nunca lo olvidaré.

De regreso al coche, desayunamos como reinas moras en una cafetería del CC del pueblo. E iniciamos el camino a las Alpujarras.

lunes, 3 de agosto de 2009 a las 12:22 p. m.

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