La pluma y yo aún estamos en fase de adaptación. Aún no hemos definido bien los términos de nuestra relación. Por ejemplo, quien domina a quien. O qué estilo de letra sacará de mí, porque no acaba por decidirse.
Adaptación quiere decir: dedos manchados de tinta, huellas por todas partes, y una inconstancia en nuestros encuentros. Podemos estar sin tomarnos el pulso durante semanas, y cuando contactamos estar tres noches sin tregua en un uno contra uno, destripando páginas en blanco, que es lo único que nos une.
Por eso desconozco cuánto dura un cartucho. Y surge una tensión entre ambas; yo arañando el papel sin fruto, y ella riéndose de mí, cuando me da por acariciarle la punta y se deshace en humor negro. Tiene la capacidad de desquiciarme. Intento contener mi ira, la tomo con calma y hago como que escribo, pero vuelve a burlarse de mí; uso psicología inversa, la piropeo, la guardo y vuelvo a sacar, boca arriba o boca abajo, la miro con el cansancio de no lograr comprender su caprichoso carácter.
Fina y elegante por fuera, terriblemente tozuda por dentro.
A veces me pregunto si es que no le gusta lo que escribo, o simplemente no quiere trabajar, o hay que conservarla en la nevera, o darle el abrigo de un aliento.
Tan rayada me tiene que creo escucharla reírse nada más enfundarla en el capuchón, hastiada de su pereza. Dos días me dura cada contacto con ella, o si lo quiero abreviar, múltiples pasadas con el estropajo por los manchurrones. Ya he tomado como rezo nada más destaparla, empezar a pedirle por favor las cosas, y durante unos minutos me deja disfrutar de sus trazos a mis órdenes. Lo que sí es que desistí desde un primer momento de continuar lo que ella empezó con un boli, queda una sensación tan cutre que mejor seguir con el ordenador, mientras la miro de reojo, sabiendo que en su estuche hace como cuando una pluma saca la lengua.
Adaptación quiere decir: dedos manchados de tinta, huellas por todas partes, y una inconstancia en nuestros encuentros. Podemos estar sin tomarnos el pulso durante semanas, y cuando contactamos estar tres noches sin tregua en un uno contra uno, destripando páginas en blanco, que es lo único que nos une.
Por eso desconozco cuánto dura un cartucho. Y surge una tensión entre ambas; yo arañando el papel sin fruto, y ella riéndose de mí, cuando me da por acariciarle la punta y se deshace en humor negro. Tiene la capacidad de desquiciarme. Intento contener mi ira, la tomo con calma y hago como que escribo, pero vuelve a burlarse de mí; uso psicología inversa, la piropeo, la guardo y vuelvo a sacar, boca arriba o boca abajo, la miro con el cansancio de no lograr comprender su caprichoso carácter.
Fina y elegante por fuera, terriblemente tozuda por dentro.
A veces me pregunto si es que no le gusta lo que escribo, o simplemente no quiere trabajar, o hay que conservarla en la nevera, o darle el abrigo de un aliento.
Tan rayada me tiene que creo escucharla reírse nada más enfundarla en el capuchón, hastiada de su pereza. Dos días me dura cada contacto con ella, o si lo quiero abreviar, múltiples pasadas con el estropajo por los manchurrones. Ya he tomado como rezo nada más destaparla, empezar a pedirle por favor las cosas, y durante unos minutos me deja disfrutar de sus trazos a mis órdenes. Lo que sí es que desistí desde un primer momento de continuar lo que ella empezó con un boli, queda una sensación tan cutre que mejor seguir con el ordenador, mientras la miro de reojo, sabiendo que en su estuche hace como cuando una pluma saca la lengua.
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