Anatomía forense de un fracaso

Cuando descubrí a The Cure con Bloodflowers, me provocaba tal estado de consternación, que ni se lo confesé a la persona a la que más estaba unida. Era como un remolino de decadencia que me arrastraba, su esencia como un agujero negro de antimateria, que atraía a todo lo demás, irreversiblemente a la debacle, y una vez instaurada esa oscuridad en mí, alojada en alguna parte de mi ser, permaneció latente, esperando el momento oportuno para crecer y extenderse.
Se prolongó lo que no tenía salida, lo que me aprisionaba como espíritu, un engaño para mis sentidos, un placebo ante la soledad, cuando una relación exhala un aliento extraño… sin vida.
Durante un tiempo no quise ver el cadáver. Sé que los buitres comían tras mi espalda porque los podía oír en su afanosa tarea de despedazar, convirtieron en despojos todo lo que alguna vez adoré. Yo, en silencio, les agradecía que aceleraran la fase de descomposición, porque mi único deseo era mirar cuando ya no quedara nada.
Cuando esto sucedió, me encontré huesos desordenados, que no guardaban la configuración de lo que había sido, que no recordaba a nada de lo que fue. A pesar de su carencia de carne que pudiera pensar, sentir o bramar, le espeté todo lo que tenía dentro… sí, a un montón de huesos. Y en esa decrepitud volqué mi crueldad naciente, sintiéndome con todo el derecho del mundo; hueso a hueso (recuerdo a recuerdo) los fui arrojando a la hoguera del olvido; la prematura satisfacción dio paso a la calma. El calor del fuego fue templando la parte de mí que había estado congelada e inerte, dándole vida a lo que ya podía volver a sentir, pero en otra versión algo más oscura. Antes de salir del crematorio, yo ya vivía otra vez, pero sin deberle nada a nadie.

miércoles, 28 de octubre de 2009 a las 11:47 a. m.

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