Caramelos y chocolate

Me acuerdo de ti frecuentemente, con más frecuencia que el curso del tiempo pasado dictaría como conveniente. Es así. A pesar de los años que han transcurrido, tu recuerdo y la imagen que tengo de ti están en mi presente, con el mismo hábito que al principio de que…
Hace años que dejamos de conocernos. Lo inevitable, irremediable, ineludible se cruzó.
Después de aquello, maduré, pero tú ya no estabas para verlo. Y eso es lo que más me jode de todo, que no pudieras comprobar cómo tus vaticinios se confirmaban a medida que pasaba el tiempo, mi madurez y las circunstancias. Me contento con pensar que por tu experiencia sabías que así sería.
Te recuerdo, y siento que te quiero. Tu imagen está en las fotos. Tu voz en mi mente. Tus cosas a veces en mis manos. La sangre de tu sangre en mi madre. Tu nombre en mi nombre. Pero tu cariño… ¿con qué debo rozarme para sentirlo? Ése que era una caricia áspera, sí, por tus manos cuarteadas, movimientos ágiles sólo de haberlos repetido tanto, limitados por el paso del tiempo en el cuerpo, una sabia indicación por tus torcidos dedos, una sonrisa verdadera, como la de un niño, en esa manera que tiene el ser humano de regresar a la inocencia, a necesitar sabiéndose necesitado. Cariño en un caramelo, en el desgastado gesto de sacártelo del amplio bolsillo del delantal, o del mucho más infinito bolso donde todos los objetos habidos y por haber tenían cabida, del que se podría escribir un libro, hacer un anuncio, o simplemente darte un beso por apaciguar el llanto de un chiquillo con cualquiera de las mil cosas que allí almacenabas, para el hambriento, sediento, acalorado o tembloroso, para la niña, la madre, el abuelo, el juguetón y el aburrido, el manchado, o el que se quiere manchar.
No he conocido a persona más generosa, el máximo exponente del dar sin esperar, de ofrecer sin comprometer. Eso ya no existe, abuela, se fue con tu vida, pero quedó tu ejemplo, sólo que hay que ser muy valiente para ponerlo en práctica.
Viviste turbulencias, que de tan persistentes se convirtieron en normales. Abnegación que la mentalidad de hoy reprueba. Con juzgarte no gano nada, júzgame tú a mí, si es que queda algo de ti disperso en el aire… no te preocupes por si queda o no queda, los humanos tenemos esta forma de querer en la distancia, en el tiempo, y concentramos las cosas buenas en sentimientos que se encargan de cuidar los recuerdos… no sólo quitarle el polvo a tus figuritas y adornos, ni llevarte flores por tu cumpleaños, o por otros macabros aniversarios… yo te recuerdo en las frases que se me vienen y pronuncias por mis labios, en nombrarte y hacerlo con una sonrisa (aunque ahora mismo esté colmada de lágrimas), por el incuestionable mito de tus comidas, desayunos, meriendas… Tu manera de sorprender a un niño cada vez que visitábamos tu despensa; tu capacidad de sorprenderte como un niño, cuando la edad parece que dota a la persona de sabiduría plena, pero tu curiosidad te alejaba de esa ignorancia enmascarada. Tú inventaste el “apaño” y de él hiciste un arte, averiguar el modo más sencillo de contentar a alguien, esa intuición de mujer y abuela, junto con la disposición total y eterna. Eterna…

Por suerte una lápida no puede encerrar todo lo que fuiste, ni lo que sigues siendo.

sábado, 3 de octubre de 2009 a las 7:04 p. m.

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