Todo quedó en un palet de madera apuntalado en la arcada horizontal que el chaparro ofrecía en la amplia división de su tronco en grandes ramas.
Subirse allí era todo un logro: encaramarse por medio de una alambrada adyacente y con ayuda de una cuerda, sin poder evitar desollones y rozaduras por la áspera superficie de la corteza.
Pero una vez arriba, toda vista proporcionaba la recompensa.
De todas las cabañas que construimos, era la más simple en estructura, y carecía de algo fundamental para una buena cabaña, la intimidad de sus paredes y techo. Pero estar a tres metros del suelo, y sobre todo, el hecho de estar alojada encima del árbol, restaba significancia a su sencillez.
La sensación de estar a salvo del ningún peligro que nos acechaba, reírnos de las amenazas de mamá cuando nos ordenaba bajar de “esas tabluchas”, que no mamá, que es una cabaña, bueno, pues lo que diablos sea, que bajéis que os vais a matar. Y más que nada, haber conseguido algo en equipo, lo poco que compartimos, la imaginación para involucrar aquella obra de arquitectura en historias de persecución y resguardarse de algún malo.
Lo complicado de su acceso hacía que uno se pensara subir para nada, así que los momentos previos todo era organización, hacer pis, reunir todos los objetos que queríamos llevarnos, y cómo no, el martillo y más puntillas para seguir avanzando en nuestra colonización del pobre chaparro.
Muchos proyectos quedaron en el aire, ya que, aunque nos dimos por vencidos en cuanto a la mejora del acceso, queríamos dotarla de un sistema de transporte con una polea para subir y bajar cosas sin tener que lanzarlas al que ya estaba arriba o llevarlas consigo en el difícil ascenso. Pero eso estaba unido al propósito de continuar ampliando la superficie habitable, porque para qué subir cosas si luego no teníamos sitio dónde ponerlas.
Apenas pudimos progresar, disponíamos de poco tiempo útil, y al final todo se duraba un par de horas a la semana, desperdiciadas en ponernos de acuerdo, si es que teníamos la suerte de que no lloviera. Y lo peor de todo, y lo más definitivo, crecimos.
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