Se fue. Se fue antes de que cruzara la puerta, incluso antes de haber colgado el teléfono, antes de volver la cara y dar la espalda. Se había ido hace tanto tiempo, que sin saberlo, lo único que hizo fue volver, siempre volver. Y en lugar de pedir oportunidades, sólo estaba revisando la repetición de la jugada, desde el ángulo inverso, desde su punto de vista, con gafas oscuras, o a pleno día, qué más da, el caso era recibir continuamente nuevas cartas, si no le gustan, se reparte otra vez, sin límite de crédito, que rima con… gélido, estrépito, pésimo.
Se fue, rodando bajo sus pies unas últimas palabras, bajas, murmuradas tan sólo, muertas a su espalda, de esa manera tan cobarde e insolente que tiene la gente que no habla a la cara, que no mira a los ojos. Absurdas palabras, tanto que desestabilizaban su imagen íntegra. Palabras vertidas en lágrimas de cocodrilo, convertidas en cristales de sal cuando el sol, luz de la verdad, sale a darnos algo de coherencia. Porque las palabras, en la noche, se diluyen con las ganas de creerlas, y penetran en nosotros como una verdad incuestionable, como suero afín a nuestra sangre, directo a las venas, sin vetos ni preguntas. Pero de día, el sol evapora el excipiente del embuste, y queda una minucia, una mentira cristalizada que pincha el orgullo, hiere a quien la creyó. A mí hoy me duele el dedo gordo del pie, dicen que son cristales… será que ahí es donde tengo el orgullo, ¿no?
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