Enseguida conecté con Satie. Entendí como míos sus silencios, en los que dejaba casi toda la emotividad de sus obras. La triste cadencia de sus notas, y una pesada melancolía a lo largo de sus breves piezas. Aplastante. Y siempre, perenne, preguntarme el mismo tipo de cosas al escucharle. Preguntarme, pero no dudar. Como una sesión de pregunta-respuesta, para reafirmar conceptos, acepciones.
Le sacó jugo al silencio. Como les sucede a los inteligentes, hasta con el silencio reluce su genialidad. Supo jugar con escasas notas, precisas y bien colocadas, las justas para ser concisas, lo suficiente para crear inquietud.
Como muchos, fue un incomprendido en su época. Sólo los snobs lo acogieron. Pero a parte de estar ligado a lo elitista, el minimalismo de sus composiciones se entremete en el alma de cualquiera. Suena raro, y luego esa rareza es la que se oye en una tarde de otoño, cuando la rapidez del día se detiene, hay un paréntesis, y es entonces que descubres nubes en el cielo. O en el anochecer de verano, y la vista se entretiene en nombrar los tantos colores que separan el negro del amarillo. Nunca en primavera. Nunca a pleno sol. Sus golpes de sonido hacen temblar lo que camina hacia un final, como en un adiós, y terminan con mis intentos de aguantar en equilibrio unas lágrimas sin derramar. Satie es misterio, pregunta, Silencio.
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