El violín, delicado y frágil en su imagen más íntima, se me enfrenta desafiante, y yo más, que le aguanto el pulso, tanto que sus cuerdas terminan por saltar, cuatro latigazos que se me insertan en el costado, como cuatro hojas limpias de cuchillos penetrando en mis carnes.
Sí, confieso. He vuelto a Tchaikovsky.
Y no quiero. Pero otra vez me inundo en su Concierto para violín. Acudo a él como la basura a la destructora, como el muerto ante san pedro a las puertas del cielo (san Pyotr), como el presunto ante su juicio. Para lastimarme, hacer penitencia, dolerme de lo que no me suelo quejar. Confesarme y someterme a su sonido purificador. Esperar veredicto y absolución.
Necesito reciclarme, he llegado hasta aquí cubierta de sanguijuelas, apenas puedo tirar de mí misma, caigo…
Y así, ante el sonido hiriente del violín, lacerándome las esperanzas, yo le animo, aclamo y vitoreo, hiéreme más, destrózame lo más bonito que albergué, que sus trozos rotos se me claven y se me incluyan como espinas, como una parte más de mí.
Hace ya unos minutos que dejé de enfrentarme contra el violín y su séquito de cuerdas mercenarias; hace unos momentos soy yo misma mi peor atacante, y como en un brote de locura, la primera alucinación que al asumirla será delirio, se me dobla en dos el ser que me domina, una, eres tú, el Cuerpo, que soy yo desplomada sobre mis rodillas; y yo soy mi Alma, la que se ha lanzado como objeto arrojadizo, me rompí en… palabras singulares y femeninas, todos aquellos calificativos que a mí me adjudican. Me abofetea la orquesta con sinceridad y realidad, qué estúpida por creer e ilusionarte, mendiga de sentimientos, tú, la que yace desplomada, yo, que no quiero mirarme el reflejo en ti. Tú, tercera persona, no me escuches… no me cures la manera en que soy, porque esto no tiene cura… qué paradoja, habla quien quiere dedicarse a solucionar la vida de los demás. Estúpida. Caes en los mismos errores y te dignas a dar consejos. No, no quieras saber la verdad después de leer esto. Esto es carnaza para los carroñeros. Coman, disfruten de este festín, que hoy invito yo con mis penas en bandeja. Come, cébate más con mi debacle. Mírame, soy lo débil que quisieras encontrarme para pisotearme. Aquí tienes mi cuerpo con hondas cicatrices reventadas de tanto hurgar en ellas, y todo por vender lo más lastimoso de mí, yo que me vendo… por una ilusión.
En esta calma aparente del Segundo Movimiento, me doy cuenta de las cosas, observo el desastre, y me consuelo porque… porque los lánguidos somos así de penosos, nos compadecemos nosotros mismos, nos acurrucamos en un oscuro rincón si tenemos miedo, y nos emborrachamos de romanticismo ruso cuando queremos eludir la lucha final. Así de cobardes e insulsos.
Pero la Canzonetta ya acaba y comienza el Allegro Vivacíssimo, de repente, sin avisar, bruscamente me abofetea el sentido, las lágrimas se desperdigan, que no se vayan, que no quiero perder nada, que ya me disolví demasiado, queda tan poco de mí… Que soy ya la que permanece tendida en el suelo. ¿Y mi Alma, que hicisteis con ella? Ella permanece virgen, pura, pero lo sé… anémica. Estas notas torpedeantes del pizzicato arremeten contra mi alma, tan desprovista de algo, que no le queda nada. NADA… qué es la nada, pues… es mi alma. El violín suena algo más grave. Y estas notas caprichosas y seductoras, se rozan tanto con esto que es mi Nada, que casi se mueven en un vals, se abrazan, y yo desde el suelo, desplomada, rodeada de mi propia vida licuada en líquido rojo vertido de la herida, miro cómo mi Nada se embelesa con la energía de las notas, se enredan las muy zorras, se hipnotiza… Ya lo comprendo. Putas notas antojosas, que la quieren impregnar de vida, que si sufre se retuerza, que insulte, se queje. No… no le hagáis eso, que ella nadaba en el lago de la indiferencia, y si se helaba, patinaba sobre su costra de hielo. Congelada, así, cada vez que no se conformaba, sus quejidos se transformaban en escarcha, y todos contentos. O tú, tercera persona, me vas a decir que no es más cómodo así, teniéndome callada, dímelo ¡hipócrita!
No, mi querida Nada, no vivas, que te dañas; no mires, que duele; no existas, que sientes; no hagas, ni digas, ni pienses… todo es mentira, te equivocas y no me caben más errores de esta vez, no…no no no, dame un respiro, un halo de espacio y tiempo, permite que me recupere.
No… dejadla en paz, que no sabe lo que se hace, que vive y sufre; que no me puedo levantar sin recuperar mi Nada. Dejádmela; que la quiero sin sufrir, yo… Con la boca seca, con una sordera, como metida en una campana, con el sudor frío recorriendo la espalda, ahora veo doble, las líneas me engañan, y se me dobla el cuerpo de nuevo, acaso es esto otra batalla, se me va la cabeza… dios, mi Nada, creo que me desmayo, huye de la emoción, que no te desvirguen la estabilidad, apriétate fuerte contra mí, aléjate del amor, que penetren en ti éstas mis últimas palabras, que… uf, no hagas caso a la ilusión, mantén tu escudo y espada… como yo te enseñé.
Y en esos últimos instantes de lucidez, el espasmo comenzaba de cabeza a pies, el remolino de sensaciones fundía causas y efectos, frente a frente actos y consecuencias; ahora ya sí, Cuerpo y Alma desmayábanse juntos en Una, el cansancio de disputas y encontronazos había podido con el discurso agónico de un Yo siempre callado, de labios sellados, de corazón parado. Que contener la furia pasaba factura. Y después de la tormenta, más allá de la vorágine, terremotos de emociones, mucho más que todo eso…
De nuevo, Pyotr Ilyich Tchaikovsky.
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