No quisiera acabar de escribir esto, y quedarme con mal sabor de boca, porque toda mi intención es ofender y mucho, a un selecto club de cosmopolitas y chic@s de la “capi”, ignorantes de todo lo que está fuera de su maravilloso mundo de la ciudad. Se darán por aludidos los que alguna vez despreciaron la vida en el Pueblo, insultaron el estereotipado campesino y trabajador del campo, los que miraron con desdén a las gentes que nombran su pueblo sin pretender que todo el mundo lo conozca (¿y eso dónde coño está?).
Sepan ustedes, urbanitas, que nosotros, los “porrinos”, somos por lo general gentes humildes, sin alardes de conocimientos, sabemos y quisiéramos saber más, tenemos el don de la adaptación, y todo a expensas del tiempo podemos lograrlo.
En nuestras casas suelen haber muchas sillas por todos lados, porque nos gusta que todo el que venga esté bien acogido, porque tiene las puertas abiertas el vecino, el primo, el cartero, y el pariente del pueblo. Y no nos andamos con mirillas ni preguntas enrevesadas, que ya nos conocemos, que si les hablamos con el acento del pueblo, se hacen los suecos, nosotros les dejamos los productos del huerto a cargo del portero y nos volvemos sin haberles apestado el piso a como huelen los de pueblo…
Sepan que sí hay agua caliente, que las vacas no pastan por las calles porque en las calles no hay pasto, que el burro lo aparcamos en los sitios señalizados, que las noticias del pueblo vienen por boca del panadero, y así el papel de periódico lo reservamos para limpiarnos el…
Desgraciadamente, casi ningún núcleo urbano se libra de vicios ni delincuencia, en todas partes cuecen habas, que por si no lo saben, es que estos inconvenientes no son exclusivos de la ciudad. Es lo que pasa, que lo malo se difunde con mayor facilidad que los buenos valores. Por eso mismo, quiero recalcar que ambas localizaciones (ciudad y pueblo) tienen mucho que decirse, que contarse, siempre desde el respeto, porque son dos maneras distintas de hacer vida, aunque cada vez más parecidas. Hoy día, resultaría estúpido querer permanecer independiente, la ciudad sin pueblo, o el pueblo sin ciudad, porque está claro que las mil relaciones que nos unen (a nivel comercial, turístico, estructural…) nos hacen hermanos unos de los otros. Ambos tenemos mucho que ofrecernos. Pero parece ser que un reducto de los cosmopolitas, y a veces diría que conforma un sentimiento general, muestran sin tapujos la indiferencia de la ciudad hacia el pueblo, se regodean en nuestras deficiencias, y menosprecian nuestras características. Luego van a pueblos de otras provincias, se alojan en sus casas rurales, y toman fotos de las costumbres allí extendidas, de sus platos pintados y colgados de la pared, de sus botijos mohosos, de las vigas de madera carcomidas por el tiempo, de las arrugas de los parroquianos, y se maravillan con sus historias de pobreza.
Otra mítica operación del cosmopolita es acudir a casa de los parientes de pueblo, disfrutar de una buena mesa con comida casera, no poner reparos en todo lo que les ofrezcan los pueblerinos (chacinas, hortalizas, frutas, vino del terreno…) y ya con las bolsas llenas en las manos, se dedican a recrearse en los numerosos favores que nos hace la ciudad a la gente de pueblo, que no podemos vivir sin sus fabulosos centros comerciales, sin sus restaurantes de comida rápida, sin sus franquicias de firmas nacionales e internacionales, sus cines y hospitales… ¿qué haríamos nosotros sin ellos? Parece que así nos recuerdan que les debemos mucho, que eso que se llevan (nuestros mejores productos) son un pequeño detalle por la magna hospitalidad que nos brinda la ciudad, algo así como un impuesto cosmopolita. Gracias, chica o chico de ciudad, por perfumar con Lamcoste mi mugrosa casa.
Sepan ustedes, urbanitas, que nosotros, los “porrinos”, somos por lo general gentes humildes, sin alardes de conocimientos, sabemos y quisiéramos saber más, tenemos el don de la adaptación, y todo a expensas del tiempo podemos lograrlo.
En nuestras casas suelen haber muchas sillas por todos lados, porque nos gusta que todo el que venga esté bien acogido, porque tiene las puertas abiertas el vecino, el primo, el cartero, y el pariente del pueblo. Y no nos andamos con mirillas ni preguntas enrevesadas, que ya nos conocemos, que si les hablamos con el acento del pueblo, se hacen los suecos, nosotros les dejamos los productos del huerto a cargo del portero y nos volvemos sin haberles apestado el piso a como huelen los de pueblo…
Sepan que sí hay agua caliente, que las vacas no pastan por las calles porque en las calles no hay pasto, que el burro lo aparcamos en los sitios señalizados, que las noticias del pueblo vienen por boca del panadero, y así el papel de periódico lo reservamos para limpiarnos el…
Desgraciadamente, casi ningún núcleo urbano se libra de vicios ni delincuencia, en todas partes cuecen habas, que por si no lo saben, es que estos inconvenientes no son exclusivos de la ciudad. Es lo que pasa, que lo malo se difunde con mayor facilidad que los buenos valores. Por eso mismo, quiero recalcar que ambas localizaciones (ciudad y pueblo) tienen mucho que decirse, que contarse, siempre desde el respeto, porque son dos maneras distintas de hacer vida, aunque cada vez más parecidas. Hoy día, resultaría estúpido querer permanecer independiente, la ciudad sin pueblo, o el pueblo sin ciudad, porque está claro que las mil relaciones que nos unen (a nivel comercial, turístico, estructural…) nos hacen hermanos unos de los otros. Ambos tenemos mucho que ofrecernos. Pero parece ser que un reducto de los cosmopolitas, y a veces diría que conforma un sentimiento general, muestran sin tapujos la indiferencia de la ciudad hacia el pueblo, se regodean en nuestras deficiencias, y menosprecian nuestras características. Luego van a pueblos de otras provincias, se alojan en sus casas rurales, y toman fotos de las costumbres allí extendidas, de sus platos pintados y colgados de la pared, de sus botijos mohosos, de las vigas de madera carcomidas por el tiempo, de las arrugas de los parroquianos, y se maravillan con sus historias de pobreza.
Otra mítica operación del cosmopolita es acudir a casa de los parientes de pueblo, disfrutar de una buena mesa con comida casera, no poner reparos en todo lo que les ofrezcan los pueblerinos (chacinas, hortalizas, frutas, vino del terreno…) y ya con las bolsas llenas en las manos, se dedican a recrearse en los numerosos favores que nos hace la ciudad a la gente de pueblo, que no podemos vivir sin sus fabulosos centros comerciales, sin sus restaurantes de comida rápida, sin sus franquicias de firmas nacionales e internacionales, sus cines y hospitales… ¿qué haríamos nosotros sin ellos? Parece que así nos recuerdan que les debemos mucho, que eso que se llevan (nuestros mejores productos) son un pequeño detalle por la magna hospitalidad que nos brinda la ciudad, algo así como un impuesto cosmopolita. Gracias, chica o chico de ciudad, por perfumar con Lamcoste mi mugrosa casa.
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